Hacía calor a pesar de
haber empezado el invierno por estas latitudes. Esperaba el colectivo que por
lo general demoraba varios minutos en llegar, me pareció ese día que tardaba
más de lo normal, por lo que me senté en la garita a esperar, algo más cómodo por
cierto que estar parado, pues justo los rayos del sol pegaban directamente de
frente a las 11:13 de la mañana. Baje el cierre de mi campera mientras miraba
pasar los autos y otros buses por la avenida. Será por haber dormido mal la
noche anterior; será porque venía acumulando cansancio de varios días; será que
es la hora de la mañana que más me cuesta, justo para tomar unos mates
fortificantes y luego seguir con la rutina, cosa que me faltaba en ese mismo
lugar y momento: el mate y la rutina; será que justo, de todos los quehaceres
que tenía por hacer en esa mañana, me quedaron minutos libres solo para tomar
el colectivo, por lo que no tenía nada de que preocuparme, nada en que pensar o
nada por programar. Podría estar toda una vida buscando motivos de por qué me
encontraba tan perceptivo ese día, a la espera del colectivo que me devuelva a
la realidad.
Mente en blanco.
Comúnmente le llamo “estado de cuelgue”, donde no hay una conexión más
importante que la de mi mente, mi cuerpo y mi espíritu al mismo tiempo; como
que los tres estados, a las 11:14 am, llegaron al mismo tiempo y al mismo
momento a conectarse, a tocarse entre sí cíclicamente. Ya sentado en mi
universo propio, todo me parecía nuevo, como si fuera la primera vez que veía
un auto, un colectivo transportando personas, el verde del pasto del cantero de
la garita, las vías del tren a unos metros de distancia, la estación de
servicio al otro lado de la cuadra. En el living de una casa cercana la música
de una radio cortada por el ruido de la calle, que su vez se mezclaba con el
olor de un guiso, tal vez de arroz con lentejas, que salía de la misma casa; y
el olor del pan recién horneado, proveniente de la panadería que está en un
local de la estación de servicio de la otra esquina, que a su vez, también se
mezclaba con el olor a petróleo refinado del mismo lugar; más allá, unos
obreros arreglando parte de una calle; algo más acá, pero del otro lado,
albañiles construyendo una habitación que se ocuparía para vaya uno a saber; en
mi rostro, el reflejo de los rayos del sol en las lunetas de los vehículos que
pasaban, indistintamente el porte, forma, color, estilo o clase que fueran.
Todo, absolutamente todo era percibido, minuciosamente por mis sentidos de la
vista, oído y olfato.
Una persona parece estar
esperando el mismo colectivo, pues ya pasaron dos líneas diferentes, y él no ha
realizado mueca o seña alguna para detenerlos; lleva más o menos el mismo tiempo
que yo esperando, hasta podría apostar que este señor llego apenas segundos
antes que yo. Por más que intento hacer memoria, sé que esa persona estaba allí,
pero no puedo recordar qué vestía en absoluto, sí aseguro que estaba vestido, eso sí que no dudo.
Tampoco recuerdo qué le había preguntado, estábamos los dos, él
parado y yo sentado hamacando mis piernas. Tenía intenciones de sacar un libro de
la mochila que estaba leyendo de hace varios días, pero no podía. La conexión
con mi propio universo era tan grande que casi no podía moverme. Oxigenaba mi
cerebro con bostezos, estiraba mi cuello y hombros, jugaba con mis dedos, pero
no podía moverme más que eso.
11:15 suena el timbre de
un mensaje de mi celular, guardado en el bolsillo izquierdo del pantalón; no
atino ni a sacarlo, no por inseguridad sino por miedo a no perder la conexión, como
si fuera la señal WIFI propia de mí mismo. Ya se escuchan los platos hondos
golpear en la mesa de donde se hacía el guisado, como si alguien estuviera
presumiendo que iba a almorzar más temprano; los obreros, hacían probablemente
su cuarto descanso de la mañana, pues el encargado de buscar el fiambre y el pan,
de la panadería que se encontraba en la esquina opuesta de donde ellos estaban
trabajando, recién retornaba con la colación correspondiente a esta hora,
mientras que otro de los obreros aparecía como escolta del primero con una
gaseosa en la mano; el colectivo 130 aún no aparecía, así que seguía conectado
con el infinito; unas hormiguitas coloradas empezaron a hacer surco por entre
la hierba y el pasto del cantero junto a la garita, unas llevaban ramitas, otras
hojas tan grandes o aún más que su propio cuerpo; un perro callejero se escapa
de la trompa de un automóvil, resguardándose debajo de mi asiento, respiraba
fuerte y asustado, ya queriendo sosegarse; otra cantidad de autos circulaban
del otro lado por la onda verde del semáforo; un delivery en moto frenó, se
sacó el casco, abrió su habitáculo, saco un paquete debidamente envuelto con
papel igualmente embolsado, acercándose a los albañiles grito: “la mila”, le
pagaron, se camufló nuevamente, arrancó la moto y salió probablemente a
entregar otros pedidos; a mí ya me estaba dando hambre, gire mi cabeza levemente,
sorprendido por el bullicio arriba mío: un pajarito llegaba a un nido que se
encontraba entre las chapas y la estructura de la garita, mientras que las, muy
ruidosas, se dejaban ver por el mundo exterior; el hombre parado miraba su
reloj de pulsera, segundos más tardes, algo en su celular con la mano izquierda,
mientras que con la derecha sostenía enérgicamente una agenda, que agitaba
insistentemente mirando el lado de la avenida por donde tendría que venir nuestro
colectivo, es un hecho, esperamos el mismo transporte, cruzó por mi mente en
forma de conclusión.
A pesar de que seguía mi
percepción a flor de piel, no interrumpía este estado actual mío; al contrario,
era cada vez más profunda la conexión, ya que empecé a verme a mí mismo en otras
paradas de colectivo a lo largo de mi existencia; de muy pequeño y con mi
madre, cuando estábamos por ir al jardín, de más grande cuando iba por primera
vez al secundario; cuando escribí mi primer poema para ella, esa compañera por
la que no podía dormir; me vi a mí mismo estudiando textos, escuchando música,
corriendo al colectivo que arrancaba su marcha cuando recién estaba
llegando a la esquina de la parada; me vi empapado por aquel que no frenó y
paso por arriba de un charco de agua sucia y acumulada por la lluvia, dejándome
hecho una piltrafa; me vi bajo otras lluvias, algunas luces de la noche, otras
luces de amaneceres luego de algún baile; esperando para ir a mi primer recital,
a mi primer trabajo, a mi primera cita, a mi primer partido de básquet y volviendo
de mi primer derrota tal vez.
En la esquina la rotonda
muy transitada, giro a la derecha y el 130 descansaba por fin en el semáforo;
el señor se apuro a hacerle señas desde ahora. Eran ya las 11:16. Sentía que alguien
me clavaba una mirada a lo lejos; el chofer se quería asegurar que yo también esperaba
el mismo transporte. Se dio el verde, me di cuenta porque empezaban a moverse
los vehículos; el bondi comenzaba a acelerar; yo quería moverme, pero no quería
perder la conexión que me estaba haciendo revivir tantísimos momentos; el 130 empezó
a frenar suavemente hasta llegar a la garita y me levanté instintivamente, como
por reflejo; las hormiguitas, los obreros, los albañiles, el que presumía de
almorzar temprano, el chofer, los autos, el perro callejero, los pajaritos del
nido, todos, absolutamente todos, seguían con su rutina sin parar, yo me negaba
a convertirme en uno de ellos; con lo que me costó conectarme conmigo mismo.
“Boleto mínimo por favor
a la ciudad”, le dije al chofer; como caminando sobre una nube, agarrado con la
mano derecha al pasamano del techo del colectivo, buscaba casi sin querer encontrar,
un lugar para sentarme nuevamente; los ojos de los otros pasajeros que ya
estaban en el colectivo se posaron sobre mi andar pausado; ojos negros, otros
marrones, algunos verdes claros y también celestes, los menos; encontré lugar
al fondo, a medida que el colectivo comenzaba a avanzar, sentía que mi conexión
se iba perdiendo; 11:17 giro a la izquierda para salir de la avenida, en la
próxima esquina otra parada; dos personas bajan y unas cuantas que no llego a
contar suben; las puertas se abren y cierran y arrancamos de nuevo por una
pendiente larga y a velocidad considerada; vuelvo en mi, refriego mis ojos y
limpio alguna tierrita que se me había pegado en el lagrimal. Vuelvo a ser yo
mismo, el yo de siempre, el desconectado de mi y conectado con los demás, los
otros empiezan a reconocerme, por fin las miradas cambian de objetivo; me
acuerdo del mensaje, busco el celular del bolsillo y lo leo; con esa acción,
las últimas miradas dejan de seguirme, ya todo es normal, pues todos o la
mayoría de los pasajeros, tienen un aparato al cuál consultan cada medio segundo.
Ya son las 11:18, logro
acomodarme en el asiento, saco el libro de mi mochila y las miradas de
extrañeza recaen nuevamente hacia mi persona.
16/04/2014