En memoria de Nelly…
-"No te puedo prometer la
felicidad"; le dijo él, aclarando que, no es que no iba a pelear por su
felicidad y por su bienestar. Le dijo también que, nunca la dejaría sola, que
estaría siempre a su lado, acompañándola en todo lo que fuera a hacer, en todo
lo que quisiera emprender; le dijo que la amaba con toda su alma, como él nunca
había amado en su corta vida.
Él se quería casar con ella, por
eso le regalo un anillo con una perla cultivada, de color blanca muy fina, para
sellar el compromiso. Viajarían al sur del país, en un lugar que, para ese
entonces, estaba siendo repoblado, pues, no había gente suficiente para mantener
el crecimiento de las ciudades de esa región. Le comentaba él que sería un
cambio muy prometedor para ambos, porque a sus apenas 22 años, sería capataz y
no un peón ferroviario en su Tafí Viejo natal.
El casamiento se llevaría a cabo
en la iglesia principal de esa ciudad, al mediodía. Así se estilaba para esos
tiempos; -“es el horario en que la realeza contraía matrimonio, con la luz del
día”; le comentaba a ella, y concluía su deseo expresando un piropo: -“mi
princesa”.
No eran muchas las familias que
tenían automóviles, todavía eran una novedad para la época; así que, una
carreta con caballos blancos la llevaría a la entrada del templo, para que su
padre la entregara en el altar. Ella se vestiría de blanco, con pocos vuelos en
su diseño, como para mostrar su aire veinteañero; tendría el pelo corto, como
lo usaba habitualmente; luciría su anillo con la perla, sobre los guantes también
blancos en juego con los arreglos de su vestido; antes de estar lista,
repasaría la lista de cosas que debía tener, si o si por tradición, para poder
casarse: lo nuevo, un colgante con un dije también con una perla, para hacer
juego, obsequiado por su madrina de bautismo; lo viejo, un prendedor de su
madre, con la forma de mariposa, con alas de color blancas y rosa pastel, todas
las mujeres de la familia lo habían usado solo para ese tipo de ceremonia; su
mejor amiga le prestaría una peineta en forma semilunar, simulando una corona,
confirmándole a su prometido su estatus de princesa; y por último, ella tendría
un pañuelo azul marino, escondido en el guante, un regalo de su padre cuando
aún era niña, luego de enjugarle sus lagrimas, tras caerse en la plaza mientras
jugaba en un columpio. Recién allí, y una vez teniendo todo sobre su cama,
comenzaría a cambiarse para su boda.
No habría luna de miel, pues el
puesto de él lo urgía, debido a su ascenso en la administración del ferrocarril,
debería presentarse cuanto antes para poder ordenar los papeles y administrar
las cuentas, si bien no eran complicadas, merecían de mucha atención. A parte,
el hecho de mudarse para las tierras frías ya sería un viaje inolvidable juntos.
Después de la boda asistirían a una
reunión muy intima en los jardines de la casa de ella, aprovechando el enorme
parquizado. Solo la familia y los amigos más cercanos estarían presentes;
ninguno de los dos fueron de tener muchos amigos, pues ambos tenían perfil bajo,
eran lo que comúnmente se suele llamar “más familieros”. Se colocarían unos
largos tablones en paralelo, uno para los invitados de él, y el otro para los
invitados de ella. La entrada sería sencilla, no querían demostrar ostentación,
tampoco aparentar algo que no eran y que no tenían; el plato principal sería Paella,
como para homenajear a sus orígenes de inmigrantes españoles; el postre, como
para no desentonar con el resto del humilde festejo, Torrejas de Pan con crema
y/o dulce de leche, dependiendo del gusto de cada invitado.
Él, soñaba todas las noches con
su descendencia, estaba seguro de que la marca que podía dejar en la tierra, no
eran sus obras, su merito en el trabajo o sus títulos colgados en el living de
la casa; sino, la enseñanza que le dejaría a sus hijos para la vida. Serían dos
si tenían mucha suerte; un varón, para poder mantener su apellido en el tiempo;
y una mujer, sería la luz de los ojos de ella y el principal motivo de celos de
él. Con el tiempo, los niños se harían grandes, profesionales y formarían,
también, sus respectivas familias. De tanto en tanto, volverían al pago como
para ver cómo andan los parientes en Tafí Viejo, recordar con nostalgia a los
desaparecidos y extrañar a los que no se pudieran ver por falta de tiempo.
Ellos de grandes, serían
visitados por los nietos, cada día por medio, sino todos los días, para que los
disfrutaran y los malcriaran con alfajores de chocolate, o quizás con churros
rellenos de dulce de leche para la merienda. Los pequeños traerían nuevamente
la alegría al hogar, abandonado por los hijos ya ocupados en sus quehaceres
cotidianos. Y llegaría el momento de partir, ancianos, luego de haber vivido y
disfrutado una vida llena de dificultades y tareas.
-"No es posible. Que deje todo y que
abandone a mi familia, no pude ser"; dijo ella. En ese mismo momento, la promesa
de “nunca ser abandonada”, se rompió. El no podía perder su oportunidad de
crecimiento en el sur; y ella, por el amor que le tenía, tampoco se permitiría
que él, abandonara sus aspiraciones en pos de ella.
Los años pasaron, con el tiempo
ella dejó de recibir sus correspondencias, un poco porque él se cansó de
insistir a la distancia y otro poco porque ella, dejó de responder por tanta
insistencia.
Ella fue maestra y tuvo miles de
hijos ajenos, ya que no los pudo tener con él; vivió para su familia, más
precisamente para sus hermanas. Y más tarde, viviría para sus sobrinos, para
malcriarlos como a los nietos que no iba a poder tener.
Una noche, luego de que le dieran
de alta en el sanatorio, por haber estado internada por una afección, ya con
sus 80 años, le pidió a una muchacha que la cuidaba, que le ayude a recorrer la
casa que la vio nacer, crecer, jugar, llorar, reír, entrar, salir, vestirse,
estudiar, rezar, y volver a llorar por su amor perdido y por su amor reafirmado
en la familia; tocó las paredes, las ventanas y los muebles; miró sus plantas;
contemplo la inmensa oscuridad que había entre su casa, en el jardín, hasta
llegar al horizonte de la calle con la luz tenue de los faroles. Se tomó con
más fuerza del brazo de la muchacha para agacharse y acariciar a su mascota,
una perra que había rescatado de la calle y que le hizo compañía en los últimos
tiempos. Fue al baño y se lavó la cara; se puso su camisón y se durmió con las
manos entrelazadas, acariciando su anillo con la perla. Al cerrar sus ojos, se
entrego a los sueños para no despertar más.
Unas semanas después de su
inhumación, se vio a un hombre vestido de traje y sobrero, bien puesto; estaba
parado de frente a la tumba de ella. Apoyado apenas sobre su bastón, él enjugó
unas lágrimas de su rostro, con un pañuelo muy delicado de color azul.
19/04/2015