Cuando era chico me decía un tío: “soy ateo gracias a
Dios, tampoco creo en brujas, pero de que las hay, las hay”; luego de decirme la
frase, el tipo se iba a hacer atender por una curandera para que “le tiraran el
cuerito”; y así, lo curen de empacho.
Yo era un pibe que se había criado en la zona centro
de la ciudad, casi al finalizar mi adolescencia, mi familia se mudó a una casa
que se encontraba en un barrio periférico; lo cual, me trastornó en varios
sentidos: los horarios de los comercios, abrían más tarde de lo que yo estaba
acostumbrado; los vecinos siempre muy interesados por la vida y los quehaceres
de mi familia, no dejaban de husmear por el jardín de la casa nueva; y, lo peor
de todo, el estrepitoso silencio de las siestas y de las noches, llegaba a
perturbarme demasiado, tanto que me hacían extrañar el verdadero ruido de
ciudad.
Habían pasado unos meses del cambio de casa, y de un
día para otro, mis perros, los que teníamos en ese entonces, no paraban de
ladrar por las noches. Era rarísimo, pues, empezaban con el concierto de
llanto, ladridos y aullidos, siempre a partir de las 2 de la mañana; a veces se
amanecían así, otras veces a eso de las 5 caían rendidos del cansancio.
El vecino de la casa de al lado, Don Patricio, parece
que tampoco podía dormir por el escándalo que hacían mis perros. Luego de
varias semanas, donde hubo noches realmente insoportables, se acercó y me dijo
que el problema de los animales, no era la adaptación al nuevo barrio como yo
creía; me dijo también que, andan rondando espíritus en el barrio; y que a
ellos, les gusta espantar a los animales, en especial a los que son nuevos, ya
que aún no los reconocen. Terminaba diciendo que, también a los espíritus les
gusta caminar por las calles o las veredas o por las casas del barrio, cuando
los animales los perciben, aullan; en esos casos hay que cortarles las piernas
a los fantasmas, para que dejen de caminar por acá, dando vueltas los calzados.
Yo le seguí la corriente, por respeto a su edad, ya que era una persona mayor,
por lo que no quise contradecirlo. A parte, él llevaba ya como cuarenta y
tantos años en la misma casa, algo debía intuir. Cosa de mandinga che, esa
noche mis perros descansaron tranquilos, no pasó nada, y así varias noches, por
lo que dejé de preocuparme.
Para lo único que a mí me servía el silencio de la
noche, era para sentarme a estudiar, ya que me ayudaba en la concentración, de esa forma
podía fijar mejor los conceptos; además le daba una mejor utilidad a mi insomnio
recurrente. Una de esas noches, estaba preparando un final; y, a la hora
acostumbrada, los perros empezaron a aullar, a llorar y ladrar. Siempre
estudiaba descalzo, así que me calcé con unas zapatillas que tenía cerca, y
salí al jardín para ver que sucedía. No había movimiento en la calle, y al
verme a mí en el jardín, los animales se calmaron. Volví al comedor y continué estudiando.
Al rato, mis perros volvieron con los llantos, esta vez solo con eso, pero eran
constantes. En ese momento me acorde de la charla con Don Patricio, y di
vueltas esas zapatillas que tenía cerca. Inmediatamente, ellos dejaron de
aullar. Como por arte de magia.
A media mañana, ese mismo día, me lo cruce al vecino y
le comente lo sucedido, y claro, le dije también lo de las zapatillas; y él me
contestó con mucha holgura: “se lo dije… uste no me quería creer lo de los
fantasmas”.
Antes de salir de casa para ir a rendir, ya por la
tarde, revisaba si tenía conmigo celular, billetera y llaves; a estas últimas,
no las podía encontrar. Las busqué por el comedor; por mi dormitorio; en el
baño, pensando que se abrían caído; fui por el jardín hasta la puerta a ver si
no las había dejado puestas en la cerradura; y nada, las llaves no aparecían
por ningún lado. En ese momento, estaba Don Patricio barriendo la vereda, y al
verme preocupado me pregunta que me pasaba. Al contarle, y como si me estuviera
dando receta de remedio para enfermo, me dice que debería dar vuelta un vaso;
con ello, encerraría al duende que me robó las llaves, y que hasta que no
aparezcan, lo dejara así.
Acordándome de la efectividad del primer consejo, al
retornar a la cocina, dije en voz alta “mira duende, te dejo encerrado hasta
que aparezcan mis llaves, y más vale que sea rápido que tengo me tengo que ir”;
y efectivamente, di vueltas un vaso que había utilizado en el almuerzo;
mientras tanto, seguía revolviendo papeles y otras cosas sobre la mesa. De
pronto, así como si nada, veo que mis llaves estaban arriba de la heladera. Juro
que había buscado allí. Acto seguido, me acerco al vaso y con la mano medio
temblorosa (seguro habrían sido ya los nervios del examen creo, aún me río por
dentro), doy vuelta el vaso y le doy las gracias al supuesto duende, por
devolverme las llaves que me había robado.
Al salir, me lo crucé nuevamente al vecino, al contarle
de la conclusión de lo ocurrido, él me contestó: creer o reventar.
10/02/2015