Dedicado a mi Tata Luis
Por esos años, vivía en un departamento en una esquina
transitada del barrio. Cerca había un hospital, una universidad y justo al
frente en la esquina opuesta a mi departamento, en diagonal, una plaza. Tenía
unos caminos que acompañaban la vista de desde mi balcón, eran diagonales hacia
el centro de la plaza, desde todos sus vértices, hasta llegar a su corazón,
donde se erigía una enorme estatua, rodeados de palmeras gigantes,
probablemente más viejas que mi propia existencia.
Vivía en un segundo piso, para la época de transición de la
estación del invierno a la primavera, era mágico ver los lapachos distribuidos
por toda la plaza florecidos en amarillo, violeta y blanco; y para no
desentonar, a cada lado y por todo el recorrido de sus calles, despuntaban los
azares de los naranjos, perfumando a toda hora. Era un paisaje que difícilmente
pueda llegar a olvidar.
Mi balcón se volvía lugar para desayunar y almorzar, y al
regresar del trabajo o de la facultad, se convertía también en una mesa ideal
para cenar. Lo gracioso es que, mientras que comía en el balcón, abajo en la
plaza vecinos de todos lados, se ponían a hacer ejercicio, y mientras corrían
alrededor de la plaza, echaban un vistazo a mi balcón, creería que les hacía
desear lo que estaba comiendo.
Me llamaba la atención uno de mis vecinos que vivía del
primer piso. El señor, ya jubilado ochentón, al medio día bajaba con una
bolsita en la mano, caminando con una chueca lentitud, como arrastrando la
pesadez de todos sus años sobre su andar. Él iba caminando por la diagonal de
la plaza y se perdía detrás de la estatua. Al rato, como a los cuarenta minutos
regresaba por el mismo camino, ingresaba al edificio, se los escuchaba
chancletear por un momento, para luego encender la televisión para ver el
informativo, quizás. Esto se repetía siempre, en una mano el bastón, en la otra
una bolsita; había veces que cruzaba solo, había otras veces que pedía ayuda a algún oficial de policía que este en la
esquina o a cualquier persona que estuviera de pasada; otras veces, las menos
quizás, su esposa lo acompañaba, era una señora muy elegante y coqueta, se
notaba desde lejos, a pesar de que ella no era de salir muy seguido que digamos.
Los únicos días que no se veía esta escena diaria era cuando llovía o cuando
hacía mucho frío.
Un medio día, estaba tomando unos mates y leyendo un libro
en la plaza, aprovechando una hermosa media mañana primaveral, cuando tuve la
posibilidad de contemplar aquella rutina del vecino más de cerca. El señor se
llamaba Don Luis; venía de frente por el camino; como siempre en una mano con su
bastón y en la otra la bolsita, hasta ese día no sabía qué es lo que llevaba en
ella.
“Che pibe, acompañame”; me dijo. Caminamos hasta detrás de
la estatua y al ubicar un banco cercano, se desplomo sobre el mismo con todo su
peso. Me dio el bastón para que se lo sostuviera. Entonces abrió la bolsita con
las dos manos y preguntándome si estaba listo, metió su arrugada mano, y la sacó
llena de migas de pan. Le hice una mueca con las cejas levantadas a modo de
respuesta, y él lanzó las migas por el piso, esparciéndolas lo más que podía
con su añejada fuerza y su disminuida agilidad. Al instante, empezaron a
revolotear decenas de palomas que estaban por los arboles y las palmeras
cercanas. Al repetir la acción, las palomas se multiplicaron en número,
revoloteando algunas; bailando en círculos y moviendo las cabecitas de arriba
abajo entre las migas otras; exaltándose por picotear más y más con cada vez
que Don Luis, metía y sacaba la mano de la bolsa. “Viste pibe, ellas estaban
con hambre”, me comentaba. No dejaba de asombrarme, cómo estos animalitos
gozaban del alimento que le habían llevado. Me comentaba después que esto hacia
todos los días y que había veces, en especial los fines de semana, algunos
padres dejaban que sus hijos más pequeños, se acercaran a juguetear con las
palomas; o que, los perros que andaban paseando las corretearan para
ahuyentarlas, y alguno que otro más angurriento, se tomaba el trabajo de comerse
las miguitas que él había traído.
A partir de ese momento, empecé a sentir cierto grado de
admiración por mi vecino. A pesar de sus años, todavía buscaba tener una
responsabilidad, aunque parezca mínima, era muy importante, no para él, sino para
sus amigas. Desde esa mañana, y cada vez que tenía desocupadas unas horas, me las
arreglaba para pasarlo a buscar a Don Luis, y acompañarlo a alimentar a sus
pequeñas palomas. En ocasiones, me llamaba desde el portero y me decía que ya
estaba listo, y me esperaba en el hold del edificio hasta que bajara a
acompañarlo.
Nos reíamos mucho en cada uno de nuestros encuentro, hablábamos
mucho de muchos temas: de los equipos de fútbol del cual éramos hinchas cada
uno; de las palomas y de los perros que iban a prepotaerlas; hablábamos más de
las vecinas, que de los vecinos del edificio, y yo lo cargaba diciéndole que lo
iba a demandar con su esposa, y ahí nomas, cambiaba de tema entre sonrisas,
carcajadas y miradas cómplices; me contaba también de los tiempos litúrgicos, él
era muy creyente y me decía que se hacía en cada uno de ellos. Pero nuestro
mayor tiempo se nos pasaba entreteniéndonos inventando supuestos amoríos entre
las palomas: “que esta señorita se había puesto de novia con aquel palomo, pero
se peleo porque se había hecho el galán con aquella otra, o que la señorita de
más allá, estaba más delgada porque quería llegar bien para el verano y poder
casarse con este de más acá.
Por un par de semanas deje de acompañar a Don Luis; primero,
por la facultad, ya que estaba en época de exámenes y andaba estudiando mucho,
a veces en mi departamento, otras veces en lo de algún compañero de grupo. Y
segundo, también en ese entonces, el trabajo me estaba exigiendo demasiado, lo
que me dejaba poco tiempo y volvía al mi departamento solo a comer, a bañarme o
a pernoctar, para que al día siguiente, vuelva todo a empezar.
Librado un poco de mis obligaciones y quehaceres, un sábado
a la mañana vi que la mujer de Don Luis, intentaba cruzar sola la calle. Baje
rápido, y al trote, recién pude alcanzarla en la plaza yendo por la diagonal
hacía el asiento dónde nos ubicábamos nosotros. Al encararla, le pregunte con
una sonrisa por el mi amigo, el Señor de
las Palomas. Ella me miró con inmenso cariño y no pudo contener unas
lágrimas en sus ojos. Me dio la bolsita con las migas, y sin decir nada se dio
media vuelta y volvió a su departamento.
En principio, sentía que estaba parado en medio de un
desierto, no en la plaza. Luego de un rato, continué por el camino a un ritmo
lento. Al llegar al banco, me deje caer sobre él, con toda la pesadez de la ausencia,
me faltaba mi querido compañero y amigo. Al rato, noté que algunas palomas me
habían seguido por el camino revoloteando algunas, y otras a paso ligero para
alcanzarme por el suelo. En mismo momento que llenaba la palma de mi mano con
las miguitas, se me sentó al lado un pequeño espectador, su madre lo vigilaba a
unos metros de distancia. Lo miré fijo y le pregunté: “¿che pibe, estás listo
para ver algo increíble?”. Me respondió con una sonrisa. En ese momento, lance
por el aire un gran puñado de migas de pan para mis amigas
20/09/2015