lunes, 25 de diciembre de 2017

Pasillos


Hacía mucho calor aquella tarde, ya se había anunciado alerta meteorológico por fuertes tormentas, con rayos y vendavales de viento. Eran esas tardes las que me gustaban más salir de casa, pues era habitual salir a entrenar ya que me preparaba para participar en el triatlón ironman.

Durante la semana, en mis horarios libres había entrenado en nado en la laguna del dique de una localidad cercana a casa; también salí a correr en un circuito que me había diseñado yo mismo pasando por la plaza dónde jugaba en mi infancia, siguiendo por la avenida principal hasta llegar a la ruta, un par de varios kilómetros y luego de vuelta a casa, pero esta vez en sentido contrario.


Aquella tarde era un sábado muy caluroso, y se prestaba para salir a rodar en la bicicleta de carrera. Si quería llegar a la meta en la más dura de las competencias de triatlón, debía entrenar para los 180 kilómetros en bicicleta, sin importar el estado del tiempo, ni los alertas meteorológicos. Antes de salir, en el jardín de mi casa hacía la entrada en calor estirando los músculos, revisaba el equipamiento de mi bici, cargaba agua en las dos cantimploras que tenía y salía. Las nubes ya estaban muy encapotadas, sin embargo el brillo de la luz me molestaba la vista. Sin que se termine de armar la tormenta en las alturas comenzaban a caer las primeras gotas.

Apurando el paso para salir y en el mismo momento que agarraba el picaporte de la reja de casa todo alrededor se iluminó y quedé envuelto en un tremendo silencio. Un rayo había alcanzado a la reja de casa y en un silencio blanco, claro, luminoso sentí pasar por todo mi cuerpo sus casi trescientos mil voltios de energía. Mi mano estaba pegada a la manija de la puerta de la reja. El tiempo parecía no transcurrir; parecía que todo a mi alrededor se había congelado en el tiempo, miraba las caras de unos vecinos que estaban en sus veredas, un auto girando por la esquina, un gorrión queriendo aterrizar en la rama de la magnolia plantada en la vereda; pero ninguno de ellos se movía. En cambio yo si sentía que me podía mover; atiné a abrir la puerta de la reja motivado por la idea de salir de casa e intentando escapar de las fuerzas del rayo que me tenían atrapado.

Cuando logré abrir la puerta, se me presentó en ese instante algo muy diferente a la escena cotidiana congelada por el tiempo que anteriormente estaba viendo. A medida que abría más mi puerta, un pasillo muy extraño se me presentaba frente a mí. Era como una galería de casa antigua, con enormes arcos a un costado apuntando a un patio interno donde había un rosedal y otras plantas que no pude distinguir. Mi curiosidad y mis ganas de escapar de ese horroroso congelamiento me motivaron a ingresar al pasillo. Miraba en el patio la gran diversidad de colores que tenía el jardín; tuve la impresión de ya haber recorrido ese lugar alguna vez, pues se parecía mucho a mi escuela de primaria, a diferencia de que en vez de un jardín teníamos piso de cemento y una estatua de un prócer que se erigía arrogante en medio del patio.

Caía la tarde y oscurecía con más rapidez de lo que estaba acostumbrado en el entorno de este pasillo. Giré para ver mi casa y ya no estaba más. La puerta, la reja mi jardín y todo lo que giraba a mi escena domestica había sido absorbido por este extraño lugar. Me asome a los balcones de los arcos y vi que el cielo estaba cubiertos de formas muy extrañas, como pasillos encastrados en otros pasillos y galerías que subían y bajaban en diferentes direcciones. En ese momento sentí un ahogo rotundo y caí de rodillas desorientado, creí no salir de ese lugar; me levante de inmediato y comencé a correr en la dirección que me proporcionaba este pasillo. Había unas puertas al otro lado de las barandas, aparentemente eran habitaciones y en algunas había luces en el interior y se escuchaba ruido de personas hablando entre ellas, pero todas las puertas se encontraban cerradas.

Al final de esa galería, me topé con una escalera que llevaba a un piso superior. Sus escalones eran de mármol blanco ya desgastado por el uso seguramente, la guarda de la escalera tenía formas coloniales de hierro torcido y el pasamano era de madera de roble suavizado por el uso también. Subí saltando de a dos escalones, al llegar al descanso, tome aire y retomé el curso hacia arriba. Al terminar el ascenso me esperaba otra galería no muy alentadora igual que la del piso de abajo. En ese instante vi salir a un señor vestido de época a la mitad del pasillo, aparentemente de uno de los cuartos de ese piso. Le grité y me miró, avance hacia él despacio para no asustarlo con mi atuendo moderno. Cuando puse un pie en la galería, nuevamente una luz demasiado blanca y fuerte me cegó; seguí avanzando y ya todo se fue aclarando. Sin embargo, ya me encontraba en otro lugar, era otro pasillo muy diferente al anterior. En este lugar parecía ser un horario temprano justo en la salida del sol; la construcción no era tan añeja como la anterior. Este pasillo era mucho más cerrado, pero a su vez, tenía cinco ventanas equidistantes en aproximadamente quince metros de largo, me daba la impresión de ser un edifico de oficinas.

Me paré de frente a unos ascensores aparentemente no estaban funcionando porque no respondían, además los focos del pasillos se encontraban parpadeando, por lo que decidí bajar por la escalera que tenía forma de caracol. Cada vez que intentaba abrir la puerta de acceso a los pisos inferiores me daba con que las mismas estaban cerradas. Me encontraba en el piso sexto cuando comencé el descenso. Un piso tras otro, todos cerrados, como que el destino no me quería dar una escapatoria a este limbo que me tendía una trampa y ya comenzaba a sentir el encierro y el mareo por giro de la escalera. El último piso (en este caso el primer piso) lo baje rodando porque me había tropezado con mis propios pasos, mi cabeza golpeo con la puerta de salida y esta sí se abrió. Cuando por fin pude salir del claustro de las escaleras, me di con que ya estaba en la planta baja. La puerta del edificio se encontraba abierta, parecía ser un edificio ubicado en un lugar céntrico, pues se apreciaba mucha circulación de personas afuera. Por un momento reconocí la vereda y los comercios que se encontraban en la vereda de enfrente. Salí al trote del descanso de las escaleras al hall de entrada y de un salto quise salir a la vereda. Sin mucha suerte porque no aterricé en la vereda sino en otra galería, en medio del brinco nuevamente me envolvió una luz blanca que me transportó al interior de una iglesia.

La iglesia estaba vacía, había ingresado por una especie de puerta lateral al altar. Parecía ser mediodía y hacía mucho calor y desde donde estaba podía ver que la puerta de entrada se encontraba abierta. Comencé a correr por la galería centrar del templo para poder salir, pero recordando lo que me había ocurrido en las dos ocasiones anteriores, me detuve justo antes de la puerta. Me preocupaba la idea de cruzar esa puerta de acceso, pues no sabía dónde más podía seguir apareciendo; me preocupaba no poder encontrar la salida definitiva a estas especies de laberintos. En ese instante, paso por la cabeza la letra de una canción “…atrapado en libertad…” (Preso en mi ciudad – Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota), porque si bien no estaba encerrado en ninguna prisión, me sentía “encerrado” en estos pasillos que me llevaban a otros pasillos, preso de no poder decidir dónde poder ir.

Me daba mucha incertidumbre el no saber que me esperaba del otro lado de la puerta y me empezaba a preguntar cómo hacer para volver a mi realidad; cómo hacer para salir de este laberinto de pasillos. Reflexionaba, a la vez que cada persona es un laberinto de tiempo, diferente a otras personas, diferente a otros laberintos; que nadie sabe cómo circular por su propio laberinto de tiempo; que vamos improvisando en cada paso y que en cada giro, o en mi caso en cada pasillo que iba avanzando, es un laberinto nuevo y que puede cambiar con cada decisión o experiencia que uno va tomando.

Entendí, entonces que este laberinto en que me encontraba era mí tiempo, no mi presente sino que por dónde venía desandando hasta ahora eran mis recuerdos o por lo menos, parte o esencia de mis recuerdos cada uno de los pasillos que iba cruzando. Entendí que para volver, debía ir reconociendo estos lugares y reconocer qué había decidido hacer en cada uno de ellos. Entendí que el tiempo me estaba poniendo a prueba conmigo mismo, con mi propio tiempo. Entendí que el tiempo es diferente entre el hombre y la mujer, y entre cada individuo a la vez; entendí que mi encierro no eran estos laberintos, estos pasillos o galerías en sí por los cuales estaba andando, sino que mi laberinto real de tiempo era mi presente, pues andaba corriendo contra métricas, records y clasificaciones, pero no me preocupaba por el presente mismo. Entendía que una vez que tomaba conciencia de mi presente esa acción ya era pasado, y que esa fracción de segundos los había perdido.

Me sentía listo para cruzar esta vez, me sentía dueño de mi tiempo nuevamente; siempre lo había sido, pero ahora tomaba conciencia de ello. Cruce la puerta de esa iglesia y la luz blanca se hizo presente y me envolvió una vez más. Esta vez no renegué de ella, deje que me abrazara y que me conduzca. Fui contemplando otros pasillos y otras galerías encerradas en un tiempo particular, en el de mi memoria. Es cierto lo que dicen las personas que han vuelto de la muerte “es como ver pasar una película delante de uno”. Avanzaba cada vez con mayor velocidad hasta que las mismas imágenes, los pasillos y las galerías se volvían todas blancas, del mismo blanco que me envolvía. Lo blanco se transformó en tiempo, luego lo blanco y el tiempo se volvieron abstractos.

De repente abrí mis ojos y me vi postrado en una habitación que tenía claridad, aparentemente era un hospital. Unos vecinos habían sido testigos: estaba saliendo de casa cuando un rayo alcanzo la reja justo en el momento en que yo la tocaba. La descarga fue de tal magnitud que me hizo volar por el aire unos metros hasta llegar al porche de entrada de mi casa y como había quedado abierta la puerta de la verja, entraron, me recogieron y me llevaron a al centro asistencial. Sin embargo, cada vez que preguntan qué es lo que me sucedió, les contesto que me estuve en un laberinto de tiempo; que fui preso del laberinto de mi vida.


22/12/2017

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Lecciones

Sus pupilas se abrieron y reconocían las deformes sombras que miraba por primera vez, curioso hecho fue que así fuera, pues nunca jamás había visto antes, sin embargo pudo hacerlo, pudo mirar y reconocer la estirpe de su sangre, pudo ver a sus antepasados y los parecidos que él mismo tenía con respecto a los rostros y aspectos de los abuelos de sus abuelos.

Abrió sus ojos y de repente todo tuvo color. Todo se bañó de colores mágicos, brillosos, fuertes, saturados, sombríos, grisáceos; y luego de repente, las luces que tanto le llamaron la atención se apagaron de a parpadeos y él no entendía por qué. Estallaba de llanto porque quería seguir viendo todos esos colores y juegos de luces que había en aquella habitación; y lloraba porque parpadeaba y no podía sostener la mirada, seguramente se le cansaba la vista y se secaban las pupilas, y volvía a estallar en llanto porque quería seguir viendo la mágica fantasía de formas, colores, sombras y brillos.

Entendió que tenía un origen lejano, un origen que a sus antecesores les habría costado mucho iniciar hasta llegada su presencia misma. Entendió que era hijo, nieto, hermano, primo; que iba a ser amigo, que tendría alguna profesión o no, si él a si mismo lo decía. Entendió su primera lección: podía decidir. Entendió que una decisión puede cambiar el rumbo de muchas cosas, por más pequeño que fuera él, o por más que su decisión sea un instante, un pequeño momento, entendió que era parte de algo, un funcionario dentro de un gran funcionamiento colectivo. Vio que no estaba solo, vio que había otros, que no era el único; que otros como él estaban igual que él en ese momento, que otros habían sido y también entendió que otros iban a ser como él.

Sus ojos vieron cosas que jamás había visto, que probablemente nunca jamás iba a volver a ver. Supo en ese instante que debía aprovechar antes que fuera tarde, antes que perdiera todo conocimiento; que iba a tener una sola oportunidad; que la sabiduría, sin saber mucho qué era eso, solo iba a ser un instante, un relámpago.

Él miraba la luz, miraba sin ver, miraba con la vista perdida el mundo mundante. Pero él miraba más profundo. Vio, en ese su presente, el fluir del agua y los vientos soplar; vio cómo nacía la montaña, de dónde provenía su altura, cómo hizo para tener esa forma, y supo entender todo. Miraba los arroyos que le daban forma y los animales que dependían del recorrido del agua y de cómo caía por medio de la altura de su montaña. Vio cómo el hielo se convertía en agua, cómo esta corría buscando el mar, cómo pasó de ser agua dulce a agua salada, y luego su transformación ultima, como el calor la evaporaba para ser nube y luego lluvia. Vio como la lluvia alimentaba la humedad de la montaña y cómo el ciclo volvía a empezar desde el techo del mundo, tocando el cielo, hasta las más bajas tierras. Entendió qué es un ciclo sin saberlo, solo miró y entendió sin querer entender. Entonces aprendió una nueva lección: la naturaleza es bella en la medida en que la dejemos trabajar en su obra de arte.

Él Miraba las sombras de la habitación y miraba en ellas la curiosidad del mundo, motor de las ideas y de los ideales más fuertes. Aprendió de ello que no todo es puro, que la maldad también existe. Observo entonces que había caos y destrucción. Vio que el odio entre las personas también pasa por una decisión tan pequeña como con la que él mismo había visto instantes antes; que las mismas decisiones pequeñas que podían cambiar el universo, podían ser guiadas por el odio hacia otras personas y el deseo de hacer daño a los demás. Vio que las sombras eran parecidas al ocultamiento, sin saber que es ocultarse. Vio que esa extraña oscuridad venía también de la misma raza de la que él provenía. Sintió culpa por lo que vio, por el daño que se hacían los hombres entre sí con la escusa de defender un estandarte, un escudo, un color, una bandera, un ideal.

Entendió entonces que lo moral y la moralidad de las cosas está impregnada en todos los actos de loa hombres. Entendió que lo moral y la moralidad de las mismas cosas, son convenciones a conveniencia de los que les convienen que las cosas sean entendidas en un solo sentido, sin tolerar el sentido de otros que pueden diferir. Vio que la moralidad de algunos era más intolerante que la de otros y que esta intolerancia llevo a enfrentamientos, guerras y destrucciones. Vio cómo los mismos hombres se hacían daño entre ellos. A pesar que no le gustó lo que veía, siguió mirando y entre tanta muerte y escombros de ciudades destruidas, necesito ver algo más; allí es donde aprendió una nueva lección, que algo diferente debía haber. Pudo oír con su mirada lo que de las ruinas emergía, pudo oír de entre los mismos escombros el grito de ¡Libertad! Entendió aquí que la libertad de unos cuantos (muchos, pocos, cuantos fueran) dependía de la opresión de otros tantos. Lloró al entender esta lección. Definitivamente no le gusto lo que había visto, pero con mucho dolor aceptaba saber que él también, desde que existe, es parte de este funcionamiento.

Sabiendo que le quedaba poco tiempo para aprender, agudizó la vista y contemplo a la familia de un muerto al que estaban velando. Su mirada tenía una perspectiva horizontal, mirando el techo y su alrededor, tan acostado como al mismo que estaban velando. Observó las lágrimas de las personas que lo rodeaban, vio y sintió en sus propios ojos el dolor de la ausencia, las cicatrices que van dejando la partida de seres amados. Con ello entendió un aspecto del amor, el reconocimiento del alejamiento que muchas veces, o la mayoría de las veces, ante la partida y el alejamiento de un cercano decidimos callar antes de poder decir lo que uno lleva dentro. En ese momento volvió a romper en llanto, en medio de la habitación, en medio de sus seres queridos como queriendo decir desde ese momento todo lo que no sabía decir hasta entonces, sin perder más tiempo. Nueva lección aprendida: aunque no se sepa cómo, hay que decir.

Pero a su vez, aprendió algo del mismo acto de la despedida: era parte de la vida misma. Si bien muerto ya estaba muerto y nada podemos hacer para revivirlo, entendió que volvía a ser parte de la vida en su mismo deceso. Estaba más vivo que muerto; pues él ya pertenecía al universo, ya era un todo mismo; ya era universo. Dejo de existir, pero no dejo de vivir ni de hacer vivir, pues su propia materia iba a ser abono y compost de la tierra; la propia pudrición del cuerpo daría vida a la tierra y al funcionamiento mismo del universo. La muerte ya no era más entendida como muerte, la muerte encierra vida. La muerte es vida. Entonces entendió, que no todo final finaliza, sino que muchas veces (tal vez en la mayoría de las veces) es tan solo un nuevo comienzo. Un inicio de lucha, un comienzo de vida o de una nueva energía. Un amor distinto, ya más bien un amor ausente de materia, pero presente en el universo.

Supo que en una simple taza de café podía estar saboreando a todo el universo. Que la leche que succionaba del pecho materno traía la experiencia de su historia por medio del universo. Sintió que lo que saboreaban su lengua y su paladar, fueron otros sabores que vienen de otros paladares anteriormente y que vienen a través del universo, de otros tiempos. Vio que cada caricia era energía de otras caricias, de otros cuerpos que habían quedado en la historia y que hoy se le hacían presentes en la mano suave de aquella persona, pero que en otros años había sido otra. Se convenció que los finales eran nuevos comienzos.


Una vez aprendida esta lección, llegó el momento de despedirse de todas las lecciones adquiridas hasta entonces para ser olvidarlas tal vez o simplemente cederlas al universo mismo. Vio que las personas que lo miraban por primera vez, como él a ellos, derramaban amor por sus ojos. Que tal vez hayan sido los mismos ojos que alguna vez hayan mirado amores lejanos; que fueran los mismos ojos que hayan mirado amores no correspondidos; que fueran los mismos ojos que en otra ocasión también se hayan abierto y se le hayan dilatado las pupilas intentando reconocer otras formas, otras sombras, otras luces mágicas, otros destellos, otras curiosidades, otras lecciones que también hayan sido aprendías y que nuevamente hayan sido olvidadas.

Rompió en llanto nuevamente pero esta vez ya no recordó más nada. Abrió sus ojos grises y comenzó a aprender.