Mis
abuelos vivían en otra provincia, de niño implicaba toda una aventura al
momento de llegar los meses de vacaciones, ya que con mi familia viajábamos
para verlos y compartir varios días. De todas las veces que fui, un año en
particular, fue el que me dejó marcado para toda la vida.
El
pueblo donde ellos vivían, era alejado de la parte más urbana de la cuidad.
Había que subir algunos kilómetros por una lomada para poder llegar a Valle
Preciado. No podía tener mejor nombre. Era una localidad pequeña, rodeada de
cerros y montañas, no más de ocho manzanas a la redonda. Todos los habitantes
se conocían entre ellos, pues, la mayoría vivía allí de toda la vida. Aunque, últimamente
había empezado a tener más visitas de turistas, era un lugar ideal para
descansar.
Recién
cumplía los 15 años y mi hermano casi 11. La adolescencia, fue una etapa en la
que mayormente quería estar más tiempo solo. Y Gustavo, mi hermano, estaba en
una etapa en la que le pasaba todo lo contrario y no se me despegaba de encima
en ningún momento; a donde sea que me mandaban a comprar algo, el venía conmigo
como si fuera mi sombra.
En
el pueblo había un local donde vendían de todo, era una especie de proveeduría
que estaba a trescientos metros de donde estábamos. Se podía conseguir desde
alimentos hasta artículos para el arado de la tierra. Esa misma tarde que
llegamos, nos mandaron, a mí y a mi sombra, a comprar algo para acompañar la
merienda. Cuando nos íbamos acercando, de lejos vi unos cabellos dorados, como
si fuera que el sol del atardecer los hubiera pintado, estaban sueltos y
volaban al ritmo del viento que generaba una señorita pedaleando su bicicleta. Ella
giraba en círculos con otras dos señoritas más, pero era la rubia la que se
destacaba de todas. De todas las veces que debí haber ido hacer los mandados,
solo o acompañado, en esos días o en años anteriores, no recuerdo haber visto
semejante cosa. Si cosa. Porque hasta el día de hoy, me cuesta poder describir
tanta belleza e inocencia encerrada en una señorita. A medida que nos seguíamos
acercando con mi hermano, podía apreciar más detalles. Me empezaron a temblar
las piernas y me puse nervioso sin saber por qué; empecé a sonreír como tarado,
hiciera lo que hiciera, no podía dejar de sonreír. Comencé a sentir que mis
pasos se alivianaban tanto que parecía que iba levitando. A su vez, no podía
dejar de mirarla y juro que por más que lo intentaba, no podía ser disimulado. Llegamos
a la proveeduría y como para pasar desapercibido, me tropecé con el primer
escalón de la entrada. Mi hermano se burlaba a carcajadas y yo no sabía cómo ocultar
mi enrojecimiento.
Por
fin logramos entrar, y nos dirigimos a las góndolas de la panadería. Escuché
que la puerta se volvía a abrir y a cerrar detrás de nosotros. El encargado del
lugar decía con una voz muy cariñosa “venga mija.
Hágalo feliz a su abuelo. Baile conmigo esta milonga…”; inmediatamente después,
le subieron el volumen de una radio escondida debajo del mostrador, y con un
sonido muy latoso, el señor se puso a bailar con la misma señorita a la que no
podía dejar de mirar al llegar.
En
ese momento, me olvidé de todo lo que se me había encargado comprar. Me olvidé
de dónde estaba. Se cegó todo mi alrededor, menos una sola cosa: ella bailando
con su abuelo. Me obnubilaba con la delicadeza con la que se movía, era la
misma delicadeza con la que le miraba y le sonreía al viejo. Escuché en un instante
el “chan-chan”, con el que finalizaban los tangos y las milongas, y empecé a
sentir que mi hermano me tironeaba una manga de la camisa y que me tironeaba,
también, para que avanzara hasta el mostrador para hacer el pedido. Debo
confesar que me costó muchísimo acercarme al mostrador y pedir pan para la
merienda.
Con
voz entrecortada, temblorosa y tímida, salude a todos en general. Ella me miró
fijo y con mucha dulzura me respondió y me preguntó qué necesitaba. El abuelo
miraba atento la escena, pero no quiso intervenir. Una vez que me dio todo lo
que buscábamos, y luego de pagar, nos retiramos caminando muy rápido. En el
camino de vuelta, mi hermano seguía burlándose con lo del tropiezo, también y
sumó burlas tarareando una canción inventada que decía: “le gusta ricitos
milonguera…”; y yo le pegaba tincazos para que se callara.
***
En
los días posteriores, cada vez que llegaban los horarios de la preparación de
almuerzo, merienda o cena, me desesperaba por dentro, y me hacía el comedido
por fuera, para disimular el verdadero interés que tenía de fondo: ir a hacer
los mandados. Cuando me mandaban a la proveeduría, no demoraba en alistarme para
salir. En cambio, si demoraba al volver con todas las cosas. Había veces me
olvidaba a propósito algunas de las cosas que compraba, solo por el hecho de
volver al local, y tener la posibilidad de cruzarme con aquella señorita. Y en
una de esas tantas veces, pude averiguar cómo se llamaba:“¡Ángeles… teléfono,
veni!, gritó su abuelo.
Ese
nombre, resonó en mis oídos como un címbalo agudo y persistente. Repetía y
volvía a repetir su nombre. No podía llamarse de otra forma; no habría sido
creado jamás en la historia de la humanidad, un nombre que se asemeje tanto a
lo que esa persona realmente era. No podía el destino haber coincidido tanto en
que un ángel se haya caído del cielo, y que justo haya quedado varado en Valle
Preciado. Como que el universo mismo conspiró en este magnífico accidente, para
que los ojos de mi corazón se tildaran ante semejante criatura de Dios.
Esta
vez tenía que ser diferente a todas las anteriores veces, pues, estaba solo me
sentía envalentonado al conocer su nombre. Hice tiempo preguntando por
artículos que no necesitaba y que nunca había comprado antes; daba vueltas por
todo el local y me quedaba inmóvil viendo la vidriera desde adentro, o algún
objeto de la repisa de al lado. De pronto, vi pasar una exhalación por el
pasillo central y que salía directo a la calle, quise ver para dónde se
dirigía, pero la perdí con la vista cuando dio la vuelta en la esquina. Algo
malhumorado, termine de buscar los mandados que me había olvidado a propósito y
salí.
Iba
pateando piedras por la calle, cuando al llegar a la esquina escuche que
alguien lloraba. Miré al costado y observé que era ella, sollozando sentada en
el piso, por el callejón. Acercándome le dije “Ángeles, verdad…”; con tono
interrogativo. Ella asintió con su cabeza, mientras estaba apoyada en sus su
rodillas. También le pregunté si me podía sentar a su lado y ella levanto su
mirada, con los ojos humedecidos por las lágrimas, me señaló su costado para
que me sentara.
Me
sentía exultante por dentro, pero conmocionado al mismo tiempo, porque
le veía y la escuchaba llorar. Me dijo que había hablado con su mamá y recuperándose
un poco de su llanto, se intentó enderezar un poco, tomó un poco de aire y
comenzó a contarme que había sucedido. Su madre la había llamado para contarle
que su mascota había muerto, un golden retriber, con el que se había criado desde que tenía
apenas meses de edad.
Me
arranque un bolsillo de la camisa y se me lo ofrecí, como si fuera un pañuelo,
para que se secara las lágrimas. No sé de dónde me salió semejante gesto, nunca
había reaccionado así con nadie. En el ademán en que le deba el pedazo de trapo
y en que ella reaccionaba para agarrarlo, nuestros codos apenas se rosaron. Al
mismo tiempo, su mirada penetró mis pupilas, y fue la primera vez que vi el
color de sus ojos. Eran turquesas, como el agua del mar del Caribe. No dejo de
mirarme ni cuando se secaba la humedad de sus ojos. Sus pestañas brillaban; un
cabello se le cayó por el rostro, dejando entrever todavía a sus ojos. Con voz
estrujada, pude escuchar una melodía que decía “muchas gracias, no debías haber
roto tu camisa… soy Ángeles”; sonreí y contesté: “me llamo Eliseo… por la camisa no
te preocupes, solo la uso aquí”. Mantuvimos un largo rato nuestras miradas
conectadas, como gritándonos en silencio millones de secretos guardados en
nuestros interiores por años y años, de otras vidas, de otros mundos, de otras
eternidades.
Al
levantarnos, no dijimos palabra alguna, solo nos reíamos cómplices. Su abuelo
la llamó a los gritos nuevamente, y en lo que iba caminando medio de costado y
medio mirando para atrás, me preguntó la edad. Caminando en sentido opuesto, de
igual manera, le contesté: “15 y vos…”; señalándome con los dedos de ambas
manos de indicaba 14. Por unos metros, volteaba la cabeza para ver si aún
estaba allí. Mientras nos mirábamos, sentía que volaba y que ese acto de
entregarle un pedazo de mi camisa, era equivalente a entregarle un pedazo de mi
alma.
A
partir de ese día, nada iba a ser igual en el resto de mi estadía en el valle.
No importaba mucho más mi familia, sino poder conocer a Ángeles.
***
Cada
vez compartíamos más con Ángeles, no solo por las tardes después de que cada
uno almorzara, sino de noche también. Nos habíamos pasado los números de
celular y nos mensajeábamos hasta entrada la madrugada. Lo curioso es que al día
siguiente, cuando nos volvíamos a encontrar, seguíamos teniendo temas para
charlar y no nos quedábamos callados. Hablábamos de nuestras ciudades de
origen, buscábamos semejanzas y diferencias. Contábamos anécdotas de nuestras
respectivas escuelas y de lo que hacíamos con nuestros compañeros; de las
materias que nos gustaban más y, en contrapartida, de las que no nos gustaban
tanto; nos contábamos de nuestros compañeros y de nuestros amigos y qué
hacíamos cuando salíamos con ellos o de las veces que nos habíamos hecho la
yuta. Hablábamos de la música que escuchaba cada uno; ella era más de los
artistas y ritmos románticos, yo de las bandas de rock en todas sus variantes.
Nos pasábamos la tarde hablando mientras paseábamos, siempre por el mismo
camino de álamos que quedaba a la entrada del pueblo; la mayoría de las veces
lo hacíamos a pie; otras veces en bicicleta, y otras más a caballo, que
alquilábamos a un vecino de mis abuelos.
Una
vez que íbamos a caballo, nos desviamos del camino y nos metimos en el bosque
de álamos que estaba un poco más alejado. Jugábamos a escondernos entre los árboles
y corríamos para atraparnos. En una oportunidad, ella se dejo atrapar estirando
la mano; luego de agarrarla, me acercaría tomándola por la cintura, para de a
poco ir envolviéndola con mis brazos. Quedamos frente a frente, mirándonos
fijamente y agitados de tanto correr.
No
sabía qué hacer en ese momento, y ante mi demora de resolución, ella tomo mi
mano izquierda y me acomodo el cuerpo diciendo “ahora te voy a enseñar a bailar
tango”; me empecé a reír, pero cuando Ángeles se puso muy sería, tome en serio
su propuesta de aprender a bailar. Fue la primera vez que bailamos, aunque no
había música, en nuestros oídos, o por lo menos en los míos, sonaba una gran
orquesta.
Nos
acercábamos y nos alejábamos con cada paso. “1, 2, 3 paro; 4 y al costado; 5 y
6 hacía adelante”; me contaba los pasos a medida que avanzábamos y
retrocedíamos. Lo primero que se me ocurrió fue: ¡¿un rockero bailando tango?!
No dejaba de reír y disfrutar con Ángeles del momento. Luego pensé, esta es una
buena oportunidad, este es él momento.
Supuse que ella también podría estar pensando lo mismo. Nos fuimos moviéndonos
cada vez más lento, las miradas se iban haciendo cómplices nuevamente. Mi mano
izquierda, se soltó y fue a parar alrededor de su cintura, mientras que su mano
derecha liberada, se junto con su mano izquierda alrededor de mi nuca. Por un
instante, el universo se detuvo y nosotros nos detuvimos también. Quisimos
acercarnos los labios, parecía que la distancia entre ambos era kilométrica.
Cuando por fin pudimos rozar nuestras bocas, el relinche de uno de los caballos
nos hizo asustar, y nos alejamos nuevamente el uno del otro.
Esa
tarde volvimos en silencio. Solo se escuchaba el andar de los caballos y la
brisa suave característica del valle. También se podía oír, o por lo menos yo
podía oír, los latidos de mi corazón queriendo salirse del pecho. Esa tarde
quedaría grabada por siempre como uno de mis recuerdos más preciados.
Cuando
llegamos al pueblo, la deje en la casa de sus abuelos, nos dimos un beso en la
mejilla y el día termino detrás del cerro del oeste, conmigo confundido y
aturdido por todo lo que casi había pasado.
***
Le
mandé algunos mensajes por la noche antes de dormir, mi aplicación me decía que
sí los había leído, pero no obtuve respuesta alguna. Creo que me dormí algo
malhumorado y con una mezcla también de desilusión.
A
la mañana siguiente, mi abuelo me pidió que lo acompañara al pueblo vecino,
para hacer unos trámites de su camioneta, así que salimos temprano. Nuevamente
le mandé mensajes a Ángeles, pero no tuve mejor suerte que la noche anterior.
Con
mi abuelo volvimos cerca de las 3 de la tarde, nos habían guardado comida, pero
casi que ni almorcé, para salir a buscar a Ángeles. Tenía muchas preguntas para
hacerle, fundamentalmente ¿qué es lo que le pasaba? Y desde aquí… ¿había hecho
algo mal? ¿Le habrá disgustado el no-beso?
Al
golpear la puerta del costado de la proveeduría, me atendió su abuelo medio
dormido. No logré ni saludarlo que me dijo con voz ronca: “se fue a su casa, la
llamaron sus padres para que vuelva porque tenían que irse a otro lado”. Le
quise preguntar algo, pero no me dejó. Cerró la puerta y yo quede parado
mirando para adentro de su casa por el bistró, como buscando explicaciones que
no iba a obtener.
A
los días, también toco mi turno de volver a mi ciudad. Seguí enviando mensajes,
pero ya no llegaban a destino. Con la rutina de la escuela y los quehaceres,
fui dejando de lado todo lo que había vivido en el verano increíble en Valle
Preciado y me fui concentrando en otras cosas más cotidianas.
Un
día en una hora libre en el curso, se cruzaron recuerdos y flashes de imágenes
de ella, e instintivamente comencé a escribir…
Ángeles
Emprendo vuelo en el recuerdo de tu
sonrisa,
aunque el viento de la memoria sea más fuerte,
importa poco para que pueda recordarte,
muy a pesar de que se agite y se
entristezca mi corazón.
Pierdo mi libertad al recordar lo que
sentía,
ya no puedo pensar… ya no puedo esperar…
ya no quiero sentir… ya no quiero
volver…
¿Pero realmente es mi libertad lo que
perdí?
Quizás pueda volver a empezar,
va a costar un poco más de la cuenta
pues, ya no soy el mismo, ya no soy
igual,
has cambiado con tu existencia, mi
realidad.
Quisiera volver a estar rodeado en tus
brazos;
¿Qué ángel consolará mi sufrimiento?
¿Qué ángel curará mis heridas?
Si es el mismo Ángel el que se ha
llevado mi corazón.
Cuando
terminé, me di cuenta qué era lo que realmente sentía por Ángeles: el verdadero
y más profundo amor que no fue recíproco; y al mismo tiempo, el hueco más
grande que jamás podré rellenar dentro mío.
Años
más tarde, en otros veranos y en otros inviernos también, volví al Valle. Nunca
volvió a ser lo mismo como en aquel verano y no volví a encontrar a Ángeles. Más
de grande, tuve algunas relaciones y noviazgos, pero nunca me sentí lo
suficientemente completo. Con mi hermano heredamos la casa de mis abuelos.
Aunque es él el que viaja más seguido y le da el uso de casa de descanso, de
vez en cuando también logro escaparme del trabajo y la vorágine de la ciudad
para descansar un poco.
***
El
fin de semana largo de Semana Santa, quedamos de acuerdo con Gustavo que
viajaríamos para el Valle, él iba a ir con su familia y yo con mis ganas de
escribir. El día en que llegamos estaba fantástico, así que decidí no quedarme
durante la mañana en la casa. Agarré mi mochila y guardé mi netbook y el equipo
de mate; busqué la bicicleta vieja, inflé las ruedas y le limpié la tierra que
tenía de haber estado guardada y salí casi sin saludar.
Tomé
el camino de los álamos, una de las pocas cosas que todavía perduraban en el
pueblo. Me desvié hacia el bosque y al encontrar un claro, me senté sobre un
tronco talado que me iba a servir de asiento. Me preparaba unos amargos
mientras encendía la compu. Abrí el archivo con el que venía trabajando, y
aprovechando el inspirador lugar, empecé a tipear las ideas que se me iban
ocurriendo para finalizar un texto.
De
entre los álamos escuche unas voces y unos gritos que se iban acercando. Se
podía apreciar unas siluetas que se movían zigzagueantes, pero no le di mucha importancia.
De pronto, las siluetas se convirtieron en un par de adolecentes que ingresaron
al trote al claro del bosque y se detuvieron asustados de frente a mí, pues no
se esperaban a ninguna persona por el lugar. Menos a alguien como yo, que los
sobraba con la mirada; algo característico en mí cuando me veía interrumpido en
mi tarea.
De
entre los árboles, aparece una mujer gritando “los atrapé”, al parecer los chicos
eran sus hijos y se venían escapando de ella. También la miré feo, suponiendo
que la interrupción podría extenderse. Ella me miraba fijamente, a pesar que yo
no mostrara interés por lo que estaban haciendo.
-“Vamos
ma’… vamos para otro lado”; decía uno de los chicos, no debe haber tenido más
de 10 años. Ella le contestó que se adelantaran, que ya los iba a alcanzar.
Cuando se marcharon los dos, ella continuó mirándome fijamente, y estaba con
una actitud extraña, como si quisiera hacerme una pregunta.
-“Disculpe
usted, señora, no era mi intensión asustar a los pequeños. Suelo venir a este
lugar para escribir”; me excusé. Ella seguía erguida frente a mí, separada por
algunos metros de distancia; su mirada era aún más persistente.
-“Las
miradas no cambian a pesar de los años y de algunas arrugas”; me contestó ella. Levante
la mirada sorprendido por el comentario, y sentí que todo el universo se
empezaba a detener a nuestro alrededor. En ese instante, sus cabellos se
cruzaron intrépidos por su rostro por el
viento. Las miradas se mantuvieron fijas desde ese momento, como si estuvieran
imantadas. Comencé a sentir que volvía a tener 15 años. Reconocía el esos ojos,
ese color turquesa característico y único. Sentía que se despertaba una parte
de mí, que estaba muy adormecida en mi interior; y recordé de pronto, el beso
nunca dado, la tarde que bailamos juntos tal vez en otro claro del mismo bosque
de álamos. Empezaron a temblarme las piernas y a pesarme mis 42 años.
-“Es
cierto… la mirada no cambia. Tu belleza menos”; es lo único que atiné a contestar,
pues no solo tenía millones de preguntas y la misma cantidad de dudas, sino también
un tremendo nudo en mi garganta, y no quise arruinar el momento con algún reproche
inoportuno.
-“Ángeles,
verdad…”; le pregunté con una media sonrisa. Ella se echó para atrás de la
oreja el cabello, y bajó la mirada tímida y culposamente. Se podía distinguir
que unas lágrimas, le rodaban por la mejilla. Como un dejavú, me arranqué el
bolsillo de la camisa y se lo ofrecí como pañuelo, para que enjugara la humedad
de sus ojos con él. Luego, le extendí mi mano izquierda y pregunté “Ángeles…
¿me concedes esta pieza de baile?”.
17/01/2016