Por más que uno piense y analice, momentos y hechos del
pasado. Por más que uno se arrepienta o no de lo que pueda haber sucedido con
anterioridad… los momentos no se pueden cambiar. Los hechos que vivimos, no
podemos cambiarlos, sólo podemos recordarlos.
Pero… Y, ¿si hubiera una sola chance de poder decidir de otra
manera algo que ya has vivido? Y, ¿si el tiempo nos pudiera dar una segunda
oportunidad?
Ella siempre fue igual: una persona fuerte de carácter;
decidió siempre sobre su vida en los momentos justos (cuando consideró que era
justo el momento); de actitud ante todo y ante todos; no es que no se callaba,
sino que siempre supo a quién y cómo iba a contestar, cómo decir las cosas. No
creo haber conocido una persona que maneje mejor los tiempos de su vida como
ella.
El problema era que, justamente, sus tiempos no terminaban
coincidiendo con los tiempos de los otros, y las relaciones que intentaba, más
tarde o más temprano, con más o menos virtudes que defectos, terminaban con
ella en el dormitorio entre lágrimas por la ausencia y risas para
autofortalecerse.
Ella tenía miedo de terminar sola, cuidando mascotas, puesto
que aún no podía encontrar a una persona que pudiera acompañarla (y que ella,
también, pudiera acompañarla y ayudarla a crecer).
Ella no quería tener hijos, pensaba que había demasiados
niños en el mundo como para traer uno más (¿por su cabeza habrá pasado, algún
momento, el pensamiento de que podría hacer algo desde su lugar y poder cuidar
o rescatar a alguno de ellos?). Sin embargo, este aspecto no evitaría que su
corazón, de piedra, endurecido por tantas vivencias truncas, se transformara
para mostrar su verdadera cara, mostrar su dulzura y cariño acumulados por
años.
A pesar de las adversidades, de esas vivencias truncas, no
pensaba en salidas cobardes; no pensaba en conclusiones fáciles, pues, no iba
con su forma de ser, no coincidían con su personalidad. Y en cada relación que
finalizaba, rompía en llanto por un momento, como para empezar su duelo
personal con la primera lágrima, para terminar a los gritos, y tal vez abrazada
a una almohada cantando, desafinadamente tal vez, canciones de su querido Alejandro
Sanz (“… le he robado el alma al aire,
para llevarte aquí conmigo. Soy como la tierra...").
Y…. al siguiente día, ella se levantaría de la cama; se daría
un baño; se tomaría unos mates de desayuno; se asomaría a la ventana para
contemplar el sol de la primera hora de la mañana, y alistaría sus cosas para partir
al trabajo. Subiendo por la calle, hasta llegar el centro, sacaría pecho en su
andar y nadie notaría, tampoco en la oficina al llegar, que el día anterior,
había estado deprimida.
Un día, llegó un mensaje a su teléfono. Le preguntan si está
ocupada y si la podían llamar en ese momento. Muy sorprendida, ella aceptó
recibir ese llamado ya que aunque estuviera ocupada, lo mismo le atendería. A los pocos minutos, sonaría su tono de llamada en el celular
(no podía ser de otra manera: una canción de Alejandro Sanz). Era Él, contándole
que la extrañaba mucho; que hacía algunos años que no tenía noticias suyas; y
que, tenía muchas ganas de verla para poder hablar.
Ella le contestaría que también le gustaría charlar, pero que
sería improbable ya que ya no vivía en aquella ciudad. Hacía unos años que se
había mudado al partido de la costa… que él tendría que viajar (se reirían por
teléfono).
Y… él pediría permiso para ir a visitarla. Con mucho gusto,
Ella aceptaría otorgarle ese permiso. Entre tanto, el teléfono de su oficina recibía una llamada de
recepción avisándole que estaban buscándola en la puerta. Tuvo que dar por
terminada la inesperada comunicación con Él, pero acordando volver a ponerse en
contacto, en cualquier momento.
Su oficina se encontraba en un segundo piso, y ese día el
ascensor estaba descompuesto, por lo que debió usar las escaleras para ver qué la
aguardaba en la puerta de su trabajo. Al llegar a la puerta de acceso, tomó
aire (agitada por el ejercicio de bajar las escaleras). Se acercaría al
escritorio del guardia, quien le señalaría a una persona mientras le decía: “Señora,
la buscan”.
Ella levantaría la cabeza hacia la puerta, viendo la figura
de un hombre que no podía reconocer por la luz que entraba de afuera. Estaba
bien vestido y de espaldas. Al momento de advertir que era él (y no otro), Él
no diría “hola”, sino “me dijiste que nos podríamos ver en cualquier momento”.
Ella sonreiría, y se tomarían algunas tasas de café.
Ella, finalmente, volvería a sonreír.