En un lugar del mundo, un pueblo hundido
en su cultura y su creencia, pasa días enteros danzando para que el agua se
precipite sobre los campos, ya se encuentran amarillentos; los suelos resecos y
grises; y, el ganado, cualquiera que fuera, ya no les alcanza la sombra de los
arboles; todo por el agobiante calor.
Los pies de los bailarines ya se
encuentran ampollados por tanto saltar, correr y bailar coreográficamente, al
compás de tambores y gritos, todo dedicado al dios de la lluvia, que parece
estar enojado con ellos, pues, hace tanto tiempo que no llueve, que hasta los
cueros del propio cuerpo se encuentran quebrajados de la sequedad. A estas
alturas, el agua más que una necesidad, se ha vuelto una bendición; ya que su
faltante, pone a prueba la teoría más darwiniana de la sobrevivencia del más
fuerte: los animales más jóvenes y los más ansíanos, es decir, los más débiles,
son los primeros en caer deshidratados, en su defecto, son sacrificados para
que no sufran más, quedan solo los más resistentes.
Por otro lado, algunos hombres
jóvenes de la misma aldea, al empezar a descreer de los chamanes y de los
ancestros, comienzan a buscar agua cavando pozos, donde antes había una laguna,
o en la vertiente de un río actualmente seco, sin obtener aún resultados positivos.
Ciento sesenta y tres días
pasaron ya de la última llovizna. Fue muy pobre, tenue, casi imperceptible;
tanto que no alcanzó lo que se recolectó, para las tareas de dos días, sino que
solamente para fue para los recursos vitales de sus habitantes. La situación se
volvió más que crítica. Sin embargo, a
pesar de ‘la sordera divina’, las esperanzas del pueblo no claudican y los
creyentes continúan danzando, saltando y gritando.
Mientras tanto, en otro extremo
del planeta, la lluvia faltante para este pueblo, es totalmente excesiva. En
ésta región, una ciudad se inundó de agua. Las lluvias fueron abundantes en
demasía; provocando el desborde del río más cercano, lo que produjo, a su vez,
la evacuación de la mayoría de sus habitantes; los que se quedaron, solo unos
pocos, lo hicieron para cuidar sus pertenencias, pues, electrodomésticos, ropa,
muebles, entre otras cosas, ya se perdieron entre el agua y el barro. Algunos
rezan por sus vidas: -“Santa María. Santa María, que con las cruces que te
hago, la lluvia se apaciguare…”- decía una persona haciendo ademán con las
manos a los cuatro vientos, como queriendo despejar las nueves de agua con la
señal de la cruz; creyendo así que la divinidad de turno, los cobijará y que
con un milagro, cesará la lluvia.
Lo paradójico de estas historias
es que en ninguno de los dos casos, ya sean las personas o animales, pueden
tomar agua, los primeros por escasez; y, los segundos por abundancia de agua pero
no potable. En las dos situaciones, al sobrepasar la capacidad de entendimiento
de los hombres, se termina confiando en dioses, un acto de fe donde se agotan
todas las fuerzas físicas, creyendo que éstas las fuerzas metafísicas, serán
las encargadas de resolver el problema. Lo más paradójico aún, es creer que las
mismas deidades son las que castigan respectivamente a una población, o a la
otra.
Algo sucedió de pronto, ya sea producto
de las oraciones o de las cruces al viento, pero en la segunda localidad, las
nubes se y el agua empezó a descender de a poco, el cemento y el asfalto se
visualizaron por primera vez, luego de dos semanas. En el mismo momento, del
otro lado del mundo, la sangre de los pies ampollados, las oraciones de los
pueblerinos y sus danzas también dieron resultado; aparecieron las primeras
nubes negras y anunciaba la llegada de la tan esperada lluvia: poco a poco, el
viento del sur comenzó a surcar en toda la región, arrastraba consigo, no solo
la esperanza de que la lluvia sea abundante, sino también la alegría que calmará
las altas temperaturas. No podían faltar los rayos y los truenos que espantaban
a los animales en el corral precario del pueblo. Ellos también se preparaban,
al igual que los hombres y mujeres, para recibir el agua.
La condensación de los vapores
comienza a unificarse en una gota, la primera de todas, que a su vez, cae por
su propio peso, recorriendo miles de kilómetros hasta llegar a su destino
final: la tierra. Con ella, cumpliendo su cometido, un grupo de numeroso de
gotas, tímidamente retrasadas comienzan a regar el campo, los techos y los pies
de los bailarines. Llueve tranquilo en principio, hasta que por fin se desata
la tormenta salvadora.
23/11/2014