Era necesario escapar. No
había lugar en casa porque éramos siete hermanos y yo particularmente el del
medio. Tenía un par de años de diferencia con mis hermanos mayores y no entendía
lo que hacían por lo que no compartía mucho con ellos. Y estaba algo más
crecido para andar jugando con los más chicos, por lo que no terminaba de
adaptarme tampoco a mis hermanos menores. Por supuesto que había poco espacio
en el hogar como para poder pensar con claridad o poder esparcirme con
tranquilidad, por lo que me encontraba en la búsqueda constante de un lugar, mi
lugar en el mundo. Entonces, la esquina era mi refugio donde lograba divagar en
paz; pues podía pararme de frente al universo minúsculo de la cuidad, reducido
al cruces de las calles Gral. Lamadrid y Bernabé Araoz. Me sentaba en el cordón
y contemplaba lo abstracto y lo cotidiano de esa esquina, los autos avanzar y
los vecinos ir y venir. En esa esquina me escapaba del tiempo y de mi familia y
le gritaba a mi cabeza “¡Silencio!” y dejaba fluir de a poco las palabras y la imaginación,
creando nuevos universos como si fueran sueños dentro de un gran sueño; donde mis
deseos, curiosidades e ideas juveniles se podían expandir y ver de frente y
contemplar para luego seguir creando otros pequeños universos.
de Google Street View |
Por aquellas tardes, tenía
13, 14 o 15 años más o menos, era un flaco alto en comparación con mis compañeros
o amigos de la cuadra, tenía un andar torpe según recuerdo, me costaba llevar
adelante mi cuerpo pues me sentía desproporcionado. Siempre me afectó el calor,
inclusive hoy en día, pero en aquellas tardes para no sofocarme tanto me
sentaba bajo un árbol de mora que estaba en la esquina del paso del a nivel,
púes bajo esa morera había hecho mí lugar en el mundo, ese que tanto me costaba
encontrar dentro de casa. Es allí donde mis historias comenzaban, si bien no
sabía dónde iban a terminar o cómo iban a seguir, sabía muy bien que sentado en
esa esquina bajo la morera seguro iban a empezar.
Con el tiempo, empecé a
cargar un cuaderno de tapa dura y un lápiz, luego pase a una lapicera ya que
con el roce del movimiento de las hojas del cuaderno la tinta no se desvanecía
como las marcas del grafito del lápiz. Entonces comenzaba a plasmar en la hoja
aquellos universos que primeramente divagaba. Comenzaba a escribirlos y
releerlos, a corregirlos y a entender su funcionamiento, a imponerle
condiciones y formas. Cualquier idea era buena y disparaba la acción de
escribir. Me inspiraba primero en mis desamores y creaba universos paralelos donde replicaba mis
propias historias y experiencias a modo de un sinfín tácito; imaginaba que los
personajes llegaban a estar juntos a modo de escapar a mi propia suerte en los
amores, aunque sea en las ficciones. Imaginaba, también, a bestias que querían
salir de los cuerpos de las personas como metáforas de los cambios orgánicos y
hormonales que iba sufriendo. Imaginaba y redactaba también mis propias
curiosidades respecto al sexo a modo de cable
a tierra, pues no podía jactarme de una “experiencia” que no tenía y,
además, el papel siempre me tuvo más paciencia que las personas, por lo que
terminaba siendo más retraído en este tema como en cualquier otro en el momento
de querer consultarlo, por lo que a la larga era mejor imaginarlos y escribirlos.
Entonces, diferentes ideas
iban y venían y volaban trayendo a otras ideas encadenadas consigo. El problema
se me presentaba cuando la temática imaginada se me presentaba como tabú, pues
para esos años mozos mi credo católico no me permitía tener tantas libertades
para poder plasmar por escrito algunas ideas que me daban pudor. El amor sexual
que se despertaba, mi cuerpo cambiando y madurando, mi mirada sobre las mujeres
que iba al mismo tiempo cambiando a medida que la curiosidad iba creciendo, que
me llamaba la atención mirar una blusa entreabierta o un bretel de corpiño más
que una sonrisa de quien tenía en frente… empezaba a sopesar en consecuencia una
cuestión más erótica que infantil. Con el tiempo esas ideas restrictivas fueron
cada vez perdiendo terreno a la vez que pudor; y cada vez creciendo más la
posibilidad de poder escribirlas en el papel tal cual eran, a veces de una
forma metafórica otras veces de forma poética, pero escribiéndolas a final de
cuentas, haciendo que esas ideas sean protagonistas más que los personajes, o personificándolas
en un universo propio.
Esa esquina fue mi refugio
en el mundo. Era extraño y hasta se podría decir paradójico, pensar que en una
esquina siendo tan visible llegara a ser una guarida para mí y para mis
universos. Pues sí lo era; era un refugio para mis ideas y mis sentimientos. La
fragilidad de los universos que creaba en mi imaginación tomaban fortaleza a
diario en la medida que los registraba en mis apuntes de aquel cuaderno tapa
dura, y en la medida que iba creando universos mi satisfacción crecía a modo de
desahogo en cada uno de ellos.
Con el tiempo fui dejando
de lado a esa esquina y la bicicleta también. Perduran todavía los pequeños
universos que fui construyendo. A medida que otros los hayan leído, los
recuerden o los reconstruyan, seguirán existiendo. Mientras tanto yo iré siendo
olvidado o creado por otra imaginación hasta volver a desaparecer en el olvido
que es en definitiva el destino inevitable del creador de universos.
14/10/2018