“No deja de tentarme en las mañanas, la miel que deja el
sol en tu ventana…” (La miel en tu ventana – Luis Alberto Spinetta).
Nervioso, ansioso, inquieto. Curiosos mis ojos miraban para
todos lados. Si bien, ya conocía el lugar, a partir de ese primer día de
clases, la escuela me iba a pertenecer por lo menos en los próximos cinco años.
Veía a otros chicos y chicas que también se encontraban
desorientados buscando nuestras aulas, las que corresponderían a primer año. El
secundario se abría para un centenar de nuevos alumnos, y las expectativas de
todos diría yo, eran muy altas.
Algunos responsables, nos guiaban al patio de la escuela. La
primera impresión fue como haberme transportado a un mundo diferente. El patio
era un lugar inmenso a cielo abierto, estaba rodeado por las aulas, las
ventanas daban hacía allí; había grandes canteros con helechos y plantas de las
familias de las palmeras, también había arboles robustos, centenarios a mi
perspectiva. Los cursos más grandes, ya se habían formado con las indicaciones de sus preceptores. Por las
galerías, se escuchaban los gritos de otros preceptores anunciando el curso que
le tocaba. Entre tanto bullicio, escuché: “Primero Tercera por aquí…”; una voz
bien aguda, se distinguió de todas las demás.
La directora, al empezar el acto de bienvenida, nos llamó la
atención: “Primero Tercera, espero que no se les haga costumbre tanta demora
para hacer fila”; acto seguido le llamó la atención a todo el alumnado por reírse
y burlarse de nosotros. Al terminar con el acto, fuimos los primeros en
retirarnos al aula. No se mis compañeros, pero yo sentía mucha cosquillas en el
estomago, tanto que hasta creo que me temblaban las piernas.
Cuando entramos en el aula nos ubicando de forma espontanea en los bancos. Elegí cerca de la ventana al patio en busca de una sensación de aparente libertad y porque en mi anterior también me sentaba cerca de la ventana, como para no sentirme tan deshabituado.
Cuando entramos en el aula nos ubicando de forma espontanea en los bancos. Elegí cerca de la ventana al patio en busca de una sensación de aparente libertad y porque en mi anterior también me sentaba cerca de la ventana, como para no sentirme tan deshabituado.
A medida que la preceptora iba tomando asistencia, me colgué
mirando hacia afuera a la ventana de otra aula que daba perpendicular a mi
ventana. El sol de las 14:30 pegaba de lleno en el piso del patio y rebotaba
hacia mi ubicación; una nube pasajera lo tapó por unos minutos, y me permitió
ver algo asombroso. Del otro lado, en esa ventana precisamente, una mirada
respondía a mis ojos. Esa mirada en la ventana, me hizo sentir los primeros
calores de verano y me transportó a otra dimensión. Ocasionalmente, en ese
instante de ceguera emocional, pude percibir una sonrisa entre dientes blancos
y rubor en mejillas; entre tanta distancia y el patio abismal que nos separaba,
pude ver unos ojos negros, realmente de color negro azabache, y unos bucles en
el flequillo, que querían esconder de mi, a su mirada de mis ojos furtivos.
No sabía cómo se llamaba, no sabía qué curso era, no sabía
cómo era ella. Sabía que estaba paralizado por esos ojos negros tras la
ventana. Volvió el brillo del sol, al seguir de largo la nube con una brisa,
salía de la ceguera emocional para volver a la otra ceguera, la del rebote del
sol de la siesta. De pronto, sentí como que todo el curso me estuviera
observando; volví en sí, y la preceptora estaba parada delante mío
preguntándome el apellido, pues había terminado de tomar asistencia y yo no
había abierto la boca para decir presente.
Durante toda la tarde nos estuvimos cruzando miradas, había
veces que miraba yo hasta que ella se contactaba conmigo; había otras veces que
era al revés; en ocasiones, teníamos como miradas sincronizadas, como que los
dos dábamos vuelta la cabeza al mismo tiempo para mirarnos; en todas las veces,
las sonrisas eran cómplices de nuestros ojos, que se perdían tímidos entre la
distancia. A veces, no tan inocentes, nos hacíamos una mueca para ver la
reacción del otro. Inconscientemente, jugábamos a sostenernos la mirada sin
parpadear para ver quién ganaba.
Cerca del horario de salida, a mi curso nos habían informado
que ese primer día tendríamos una hora de clase más y saldríamos más tarde. Al
timbre de las 18:20, desde mi ventana, veía como todo el curso de enfrente se
levantaba y se marchaba, y que ella me saludaba tímidamente con la mano
izquierda, con todas las intensiones de no ser descubierta por sus compañeros.
Y mis ojos le gritaban: “quedate, esperame, no te vayas, ¿te veré mañana?”; y
un sinfín de cosas que al parecer su mirada no iba a poder escuchar.
Cuando finalizó por fin mi primer día de clase, guardaba
malhumorado mis útiles en la mochila, sentía que tantas miradas, tanta
conexión, habían sido en vano. Salíamos del curso, caminábamos unos metros por
el pasillo con mis compañeros, teníamos que girar a la derecha para bajar por
la escalera. De pronto, ella estaba parada en el descanso mirando a todos los
que iban bajando; buscaba a los ojos que la habían atosigado toda la tarde. No
estaba sola, le acompañaba una compañera haciéndole el aguante.
A medida que yo bajaba escalón por escalón, todo se iba
nublando a mi alrededor; iba llegando al descanso, y todo fue quedando gradualmente borroso y mis ojos solo miraban a sus ojos. Mis compañeros, su
compañera, las escaleras, el descanso, las luces, los relojes, sus carpetas, mi
mochila, su sonrisa y mi sonrisa, otros alumnos y algunos docentes que también
iban bajando por la escalera, la escuela, las luces, el ruido, los gritos y
hasta el mismo silencio, todo… absolutamente todo, había quedado de lado por
ver a aquellos ojos negros del otro lado de la ventana.
21/05/2015