Una llovizna tenue era testigo en aquella madrugada. No se
oía ruido por el balcón que daba a la calle; solo se escuchaba música suave
sobre los gemidos de un par de almas desesperadas de amor. En el cuarto reinaba
la humedad y estaba alumbrado por las luces de la calle. La misma humedad hacía
que los cuerpos se pegaran, la misma humedad que hacía que los mismos cuerpos
no se pudieran separar. En un momento, llegué a sentir el cuerpo entumecido,
cosquilleos que subían por mis piernas y mis brazos hasta llegar a mi rostro para
terminar en mi boca. Habíamos sido jóvenes en aquel instante de tiempo. Tan
jóvenes que no medíamos consecuencias sentimentales. Consecuencias que con el
transcurrir del tiempo nos iban a hacer arrepentir de habernos alejado. Nos
burlamos del tiempo en aquel instante y creímos que “todo iba a estar bien”,
que “nada nos iba a cambiar”.
Sucedió que el tiempo nos fue modificando de a poco, cambió
nuestras perspectivas y nos fue alejando el uno del otro. Lo que parecía
incierto entre nosotros y no quisimos reconocer nunca ante los demás, terminó sopesando
y distanciándonos; odiándonos por nuestras impunes acciones y por nuestras
soberbias omisiones mutuas. Y, como era obvio, ocultábamos bien adentro todas
las escenas de amor en las que actuábamos; dejó de importarnos los surcos de
caricias que habíamos sabido tatuar uno en el cuerpo del otro; queriendo
silenciar a la fuerza nuestra memoria, y a la vez, enmudecer al corazón y no
nos volvimos a cruzar en mucho tiempo. En muchos años, diría yo.
Un sueño recurrente me visitaba en las noches últimamente. La
misma escena donde los cuerpos se derretían;
que la humedad y la fatiga eran acompañadas por una lluvia de verano. Luego,
amanezco transpirado como si esa madrugada también fuera replicada por mi
cuerpo, en un constante dejavu pero diferente, mutilado por el tiempo. Mi sueño
terminaba siempre con la misma negación: “no me mires así…”; me decía ya
exhausta.
Esa mañana de camino a la universidad en colectivo, como era
habitual saqué un libro de mi mochila y me predisponía a su lectura. Desde mi
banco la vi. Me dije a mi mismo que no podía ser, sabía que no y me quería
convencer de que lo fuera en realidad. Estaba parada más adelante y se movía al
ritmo del mismo movimiento del andar del vehículo. Su cabello castaño claro
estaba intacto, no faltaba ningún rizo. Una ventana se habría y el viento
jugaba también con sus cabellos, enredándolos entre sí, y a su vez también con
un pañuelo que lleva enroscado en su cuello.
Me quería convencer de que si era, pero no. No podía ser
ella. Este espectro que se me presentaba en este horario tan temprano era más
joven; igualmente hermosa; igualmente atractiva; igualmente fresca; pero no
podía ser ella. Me miraba en el reflejo de la pantalla de mi celular y veía no
a un joven sino a un tipo más grande y me convencía que no era ella a través de
mi propio reflejo.
No podía concentrarme en mi lectura, por lo que tuve que
abandonarla a las pocas cuadras en que esa mujer subió al colectivo. Recordaba mi
sueño recurrente; recordaba y rememoraba cada episodio de ese sueño y se
mezclaba, a su vez con otros recuerdos, donde nos amábamos de otras maneras;
donde solo bastaba mirarnos y sonreír; dónde quedábamos abrazados en el balcón
esperando que las primeras luces del sol pintaran de dorado las retasadas
nubes; cuando unos mates eran el único sustento de alimento que teníamos por
días; cuando nos abrazábamos al enterarnos de un triunfo o una derrota en
nuestras materias, dónde con esos mismos abrazos nos amábamos sin sexo, sino solo
en la presencia del otro.
¡Pero era Florencia! Intentaba darme valor para levantarme de
mi lugar, pero me atornillaba mi soberbia. Quería de veras acercarme, pero me
pesaba más el remordimiento de no haber hecho todo lo que esté a mi alcance en
aquellos años para poder mantener cerca a esta mujer. ¡Flor…! Gritaba mi alma,
a la vez que se cuestionaba si era o no era, la duda era grande pero más grande
eran las fuerzas internas que me pesaban en mi lugar en el colectivo para no
levantarme.
Era mi Flor. Era mi Florencia que se me hacía presente desde
otros tiempos aquí y ahora para mortificarme. Pero no podía ser ella, parecía
algo más alta, sus cabellos algo más claros, su silueta algo más delgada, era
algo más diferente.
En un giro del colectivo, apenas dobló las rodillas para no
desestabilizarse y fue como volver al pasado, cuando se paraba en la cama y
empezaba a bailar en aquel nuestro cuarto semioscuro, aclarecido por la luz que
ingresaba de la calle por el ventanal. Y movía sus piernas, sus brazos
acompañaban sus movimientos y su cuerpo se contorneaba para mantener el
equilibrio pisando suavemente el colchón. Y esta señorita de hoy tenía los
mismos rasgos de mi Florencia en sus movimientos. Entonces, si era mi Flor.
Al desocuparse un asiento cercano, la joven logra sentarse
acomodando su cartera sobre sus piernas y su cabello todo de lado por sobre su
hombro derecho. Estaba justo del lado del pasillo en las filas del conductor, y
su pelo le cubría todo el rostro, ocultándose como percibiendo que alguien la
estaba acosando con la mirada. Apenas se veía su nuca y también la reconocía
como una alegoría que se me presentaba irónica cerca de mí. Nuca la cual habré
acariciado con el filo de mis labios y con el vértice de mis dedos; nuevos
recuerdos se presentaban en mi para torturarme, tal cual se presentaba esta mujer
dos asientos delante de mi lugar.
Perdido en mis pensamientos, no me percate que ella se había
levantado. Desesperado miré para todos lados para poder encontrarla con mis ojos
ansiosos. De repente, escuché el timbre de la puerta trasera del colectivo que anunciaba
que alguien se quería bajar. Automáticamente, cual reflejo, giré para cerciorarme
que fuera ella. Descendía del coche y en ese bajar sentía que el tiempo se escurría
nuevamente entre mis manos. De un brinco superé todos los miedos y pesares que
me atornillaban en mi butaca, y ya con el colectivo en movimiento y la puerta
cerrándose, logré bajar de un salto a la vereda.
-“Flor…” Dije con primera timidez y agitación. Al no tener
reacción, grité con más temperamento ¡“Florencia”!.
Por fin se dio vuelta y me sonrió como reconociéndome. Cuando
la alcance, su mirada había cambiado. Eran los mismos rasgos que recordaba,
pero no era el mismo rostro juvenil el cual había perseguido horas enteras en
mis clases.
La joven respondió a mi llamado: “¿profe… se encuentra usted
bien?”. Una suerte de velo se cayó de mis ojos; tratando de reaccionar logré
responderle que me encontraba bien, que pensaba que era otra persona y
avergonzado y algo sonrojado, concluí entregando mi secreto: “eres igual a
alguien… otra época… otros años… me disculpo por asustarte”.
Me di vuelta, continué caminando, pues faltaban aún algunos metros
para llegar a la universidad. Me miré en el reflejo de una vidriera de un
negocio y vi un hombre cercano a los cuarenta, avejentado por la pesadez de
decisiones equivocadas y traumatizado por un pasado que no quiere soltar.
16/06/2018