“No todo lo que brilló alguna
vez volverá a brillar…” (Nada Salvaje – Eruca Sativa)
Tenía dolores de cabeza recurrentes y ya me había realizado
varios estudios médicos por ello; todos con el mismo resultado: no tenía nada. Mi
médico de cabecera era mi mejor amigo, un hermano que elegí de toda la vida.
Las consultas en su consultorio eran mucho más distendidas: había música de
rock alternativo de fondo, charlas amenas de su familia o consultas sombre mi
estado de soltería; y, entre chiste y chiste, me recomendaba dos cosas, primero
que me tranquilice para no dejar que el estrés me ganara en la batalla diaria;
y segundo, que si no funcionaba pensara en ir a un psicólogo, por lo que entre sonrisas
jocosas respondía que prefería unas cervezas con mi amigo, guiño de ojo en
medio.
En una de esas juntadas con mi compadre y doctor, me salió
con una frase que no solo me hizo reflexionar, sino también hizo que me pasara
la migraña de inmediato. Me dijo que había leído una frase en algún libro pero que
no recordaba cuál: “los dolores de cabezas son la manifestación de los amores
reprimidos”. Luego de escuchar la frase, una sola imagen vino a visitarme en forma
de recuerdo: una tarde extremadamente calurosa donde me había corrido la vida para visitar en su casa a Ana y
decirle “vine hasta aquí para decirte que estoy loco por vos”; y entre
agitación y exaltación le dije también “vine para decirte que estoy enamorado
de vos”.
Teníamos quince años por entonces, pronto a cumplir dieciséis
los dos, éramos del mismo meses, ella mayor por unos días. Desde aquella tarde
y por diez años no nos separamos. Después, cambiaron los objetivos de cada uno;
cabíamos nosotros mismos y crecimos y, a su vez, nos dimos cuenta de que no
podíamos continuar. Luego, a los pocos meses de separarnos volvimos a estar
juntos pero por cuestiones de su salud; cuestiones que Ana no pudo superar.
La frase de “(…) los amores reprimidos” hizo que cayeran por
el piso todas y cada una de mis mascaras y luego de un instante de lapsus, Alberto
continuó diciendo que ya era hora de cerrar el círculo y otras frases de
autoayuda que luego se las devolví con ironía y risas encubiertas, envueltas en
un brindis forzado con nuestros chops de cerveza, bebiendo un gran trago largo
para pasar la amargura del momento incomodo.
Con Ana nos amábamos frenéticamente, incluso en sus horas
finales. Nos amábamos sin mirarnos, nos amábamos con palabras y en el silencio,
con solo nuestra presencia. Nos amábamos libremente, dejando que el otro sea
tal cual es, algo que era lo bastante difícil. Aunque pareciera utópico.
Ya era de madrugada cuando llegué a casa. Sin acostarme, algo
me inquietaba. Busque una caja donde guardaba sus cenizas, pues si bien Ana
siempre decía que quería ser cremada, aún faltaba cumplir con su último deseo. Tomé
el pequeño cofre que la contenía, una mochila con una muda de ropa y el equipo
de mate, lo que tuviera en la billetera y apagando el celular para evitar que me molestaran, salí
con dirección a la terminal de ómnibus.
En un viaje que tuvimos de vacaciones a la Costa, Ana había
mencionado que cuando muriera quería que sus cenizas fueran esparcidas en aquella
playa. Así que sin pensarlo demasiado compre un boleto en el primer micro que
saliera rumbo a Miramar.
El viaje fue largo, las primeras horas no las sentí, pues
todavía me encontraba con algún efecto de las cervezas, lo que hizo que
durmiera un largo rato. Pero más tarde, no encontraba posición en el asiento. Además,
el micro paraba en cada pueblo en su paso lo que agravó el tedio viaje.
Al transcurrir casi veinte horas de viaje el colectivo
lograba llegar a su destino. En todo ese tiempo recordaba distintos momentos
que habíamos vivido juntos con Ana, en particular aquellas vacaciones en
Miramar. La nostalgia me invadía a cada paso. Recordaba que le hacía cosquillas
con mi aliento cuando intentaba despertarla cuando habíamos llegado aquella vez;
que chapoteábamos con las olas del mar en nuestros paseos; recordaba que no nos
perdíamos ningún ocaso durante las tardes. Recordaba también que fueron los
últimos años en que reía de verdad. Esa tarde en mi regreso solitario, una
mueca prácticamente inconsciente me invadía y se colaba entre mis labios como
haciendo remembranza de aquellas sonrisas guardadas en mi memoria.
No me refugié en ningún hotel. El objetivo era claro, había
llegado a la playa justo al atardecer. El termo lleno de agua caliente,
arremangado el pantalón y con el calzado en mano me dispuse a acompañar a Ana
en su último paseo.
A la hora donde el agua turquesa del mar se enfriaba en su
totalidad, donde el sol casi desaparece hundido en el horizonte… me senté en la
arena y dejé que las olas besaran de a poco mis pies. Coloqué la caja con las
cenizas de Ana en la arena y mientras que me cebaba unos mates miraba con mis
ojos encapotados coma Ana jugaba al “ir y venir” con la marea creciente. Cada
vez era más ir y menos venir y en ese “ir y venir” se me escapaban unas
lágrimas que agregaban sal al mar. Y, en una de esas, fue tanto su “ir” que Ana
ya no volvió más.
19/09/2018