martes, 25 de septiembre de 2018

Ir y venir…


 “No todo lo que brilló alguna vez volverá a brillar…” (Nada Salvaje – Eruca Sativa)

Tenía dolores de cabeza recurrentes y ya me había realizado varios estudios médicos por ello; todos con el mismo resultado: no tenía nada. Mi médico de cabecera era mi mejor amigo, un hermano que elegí de toda la vida. Las consultas en su consultorio eran mucho más distendidas: había música de rock alternativo de fondo, charlas amenas de su familia o consultas sombre mi estado de soltería; y, entre chiste y chiste, me recomendaba dos cosas, primero que me tranquilice para no dejar que el estrés me ganara en la batalla diaria; y segundo, que si no funcionaba pensara en ir a un psicólogo, por lo que entre sonrisas jocosas respondía que prefería unas cervezas con mi amigo, guiño de ojo en medio.

En una de esas juntadas con mi compadre y doctor, me salió con una frase que no solo me hizo reflexionar, sino también hizo que me pasara la migraña de inmediato. Me dijo que había leído una frase en algún libro pero que no recordaba cuál: “los dolores de cabezas son la manifestación de los amores reprimidos”. Luego de escuchar la frase, una sola imagen vino a visitarme en forma de recuerdo: una tarde extremadamente calurosa donde me había corrido la vida para visitar en su casa a Ana y decirle “vine hasta aquí para decirte que estoy loco por vos”; y entre agitación y exaltación le dije también “vine para decirte que estoy enamorado de vos”.

Teníamos quince años por entonces, pronto a cumplir dieciséis los dos, éramos del mismo meses, ella mayor por unos días. Desde aquella tarde y por diez años no nos separamos. Después, cambiaron los objetivos de cada uno; cabíamos nosotros mismos y crecimos y, a su vez, nos dimos cuenta de que no podíamos continuar. Luego, a los pocos meses de separarnos volvimos a estar juntos pero por cuestiones de su salud; cuestiones que Ana no pudo superar.

La frase de “(…) los amores reprimidos” hizo que cayeran por el piso todas y cada una de mis mascaras y luego de un instante de lapsus, Alberto continuó diciendo que ya era hora de cerrar el círculo y otras frases de autoayuda que luego se las devolví con ironía y risas encubiertas, envueltas en un brindis forzado con nuestros chops de cerveza, bebiendo un gran trago largo para pasar la amargura del momento incomodo.

Con Ana nos amábamos frenéticamente, incluso en sus horas finales. Nos amábamos sin mirarnos, nos amábamos con palabras y en el silencio, con solo nuestra presencia. Nos amábamos libremente, dejando que el otro sea tal cual es, algo que era lo bastante difícil. Aunque pareciera utópico.

Ya era de madrugada cuando llegué a casa. Sin acostarme, algo me inquietaba. Busque una caja donde guardaba sus cenizas, pues si bien Ana siempre decía que quería ser cremada, aún faltaba cumplir con su último deseo. Tomé el pequeño cofre que la contenía, una mochila con una muda de ropa y el equipo de mate, lo que tuviera en la billetera y apagando  el celular para evitar que me molestaran, salí con dirección a la terminal de ómnibus.

En un viaje que tuvimos de vacaciones a la Costa, Ana había mencionado que cuando muriera quería que sus cenizas fueran esparcidas en aquella playa. Así que sin pensarlo demasiado compre un boleto en el primer micro que saliera rumbo a Miramar.

El viaje fue largo, las primeras horas no las sentí, pues todavía me encontraba con algún efecto de las cervezas, lo que hizo que durmiera un largo rato. Pero más tarde, no encontraba posición en el asiento. Además, el micro paraba en cada pueblo en su paso lo que agravó el tedio viaje.

Al transcurrir casi veinte horas de viaje el colectivo lograba llegar a su destino. En todo ese tiempo recordaba distintos momentos que habíamos vivido juntos con Ana, en particular aquellas vacaciones en Miramar. La nostalgia me invadía a cada paso. Recordaba que le hacía cosquillas con mi aliento cuando intentaba despertarla cuando habíamos llegado aquella vez; que chapoteábamos con las olas del mar en nuestros paseos; recordaba que no nos perdíamos ningún ocaso durante las tardes. Recordaba también que fueron los últimos años en que reía de verdad. Esa tarde en mi regreso solitario, una mueca prácticamente inconsciente me invadía y se colaba entre mis labios como haciendo remembranza de aquellas sonrisas guardadas en mi memoria.

No me refugié en ningún hotel. El objetivo era claro, había llegado a la playa justo al atardecer. El termo lleno de agua caliente, arremangado el pantalón y con el calzado en mano me dispuse a acompañar a Ana en su último paseo.

A la hora donde el agua turquesa del mar se enfriaba en su totalidad, donde el sol casi desaparece hundido en el horizonte… me senté en la arena y dejé que las olas besaran de a poco mis pies. Coloqué la caja con las cenizas de Ana en la arena y mientras que me cebaba unos mates miraba con mis ojos encapotados coma Ana jugaba al “ir y venir” con la marea creciente. Cada vez era más ir y menos venir y en ese “ir y venir” se me escapaban unas lágrimas que agregaban sal al mar. Y, en una de esas, fue tanto su “ir” que Ana ya no volvió más.

19/09/2018

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