domingo, 16 de octubre de 2016

Ausencia


Llevo en mi recuerdo
cada uno de nuestros momentos,
guardados como lo más bello.

Si bien, ya no pueden verte mis ojos,
mi mirada se encuentra perdida
porque busco hallarte en la misma ausencia.

Sigue latiendo mi corazón,
aunque te pience demasiado
y tenga deseos de volver a tu lado.

Aunque mucho no entiendo
los motivos de tu abandono,
debo seguir adelante, caminando.

Por más que sea fuerte este sentimiento,
y que te extrañe a más no poder mi cuerpo,
aprenderé a soportar mi vida sin vos.

11/12/2002

martes, 4 de octubre de 2016

Escapar



Ya era tiempo de salir. Era el segundo break que nos daban en el día en el monasterio, y la verdad que ya no aguantaba más estar dentro del aula. Me encontraba encerrado en una aparente libertad, pues teníamos las puertas abiertas a, prácticamente, todos los ambientes del añejo edificio, pero no podíamos salir afuera del mismo.


Confieso que mi estadía aquí no había sido precisamente por mi vocación de servicio ni por un impetuoso llamado eclesiástico; sino todo lo contrario. Por decirlo de algún modo elegante, no he tenido una vida acorde a los mandamientos de Dios, sino que he tenido algunas licencias acordes a mi edad como romper el vidrio de una ventana con un pelotazo, tirar piedras cuando pasa el tren, dormir en medio de la ceremonia eucarística, blasfemar de vez en cuando y generalmente cuando algo me salía mal; cosas que eran castigadas a menudo en mi pueblo. Por las cuales, el juez de paz, me obligó a “volver al camino de salvación" (según su sentencia), internándome en la escuela seminario local.


Cada vez que saltaba a la luz alguna de mis travesuras, era severamente castigado con una deforme regla de madera, con golpes secos y “sagrados” en los nudillos de mis manos; en otras ocasiones en las pantorrillas. El castigo y la cantidad de golpes, dependían si había sido recurrente en el “pecado cometido”; y claro, cómo era interpretado por los curas del monasterio encargados de la confección de la “penitencia”.


De pronto, robarme un pan para comer en la noche, equivalía a dos reglazos en los nudillos; pelearme a trompadas con un compañero a cinco; maldecir en público a diez reglazos, mientras que debía a la vez permanecer de rodillas rezando a los santos sobre arenisca en el suelo. También se castigaba si en las inspecciones encontraban entre tus pertenencias (que en realidad no eran de uno, sino que Dios te las prestaba) imágenes, revistas de comics u objetos impúdicos (inclusive de forma aparentemente impúdica). Otras tantas veces, los castigos iban a depender de la saña y el humor del cura castigador de turno.


Mis intenciones no eran ser un seminarista o hacerme cura, sino terminar la educación media que me obligaban a hacer en el internado, para luego largarme de la ciudad en el primer tren de carga que pase por la estación. No quería ser un vago, nunca me había atraído la idea de estar tirado y depender de la benevolencia (o caridad) de los otros. De pequeño siempre tuve buena mano para el trabajo en madera y en metal; me destacaba más en materias que tenían que ver con oficios manuales, considerados sucios por los curas, que por la teología.


En aquella ocasión no me lo merecía. Unos compañeros del monasterio me inculparon de romper el crucifijo de la biblioteca. No era la primera vez que ellos me hacían responsable de sus acciones o destrozos, y ya que para los curas la única manzana podrida del curso, al único que iban a castigar, pese a mi defensa, iba a ser mí. “Por haber saqueado el mismísimo Dios crucificado y tener actitudes predispuestas al sacrilegio…”, decían en mi sentencia. Me habían castigado tanto que tuve que andar con las manos vendadas durante una semana.


“Sí. Es tiempo de escapar. La próxima vez, seguro que habrá una próxima vez, me van a crucificar a mí”; me dije a mí mismo. Mi familia me defendió, muy por el contrario, eran capaces de clavarme directamente la lanza en mi costado o pedir consejo al cura verdugo, como lo llamaba yo, para tener otras variedades de castigos para implementarme.


Mientras me recuperaba, tuve tiempo de meditar y planificar mi huida. Desde cualquier parte del monasterio, se podía escuchar el silbido del tren. Las vías se encontraban a 250 metros al sur yendo por la calle principal. Averigüé con un conserje del internado, que los días martes y jueves el tren se recarga en la estación del pueblo a las 19:30, luego retomaba su recorrido a las 20:15 horas. Los mismos días, pero una hora más temprano al arribo de la formación, se abren las puertas del convento para asistir a la misa comunitaria. Debía resolver cómo hacerme de alguna distracción para poder escaparme, aprovechando que la puerta principal del seminario se encontraría abierta, nada más y nada menos que por el lapso de lo que durará la misa, en promedio una hora y cuarto.


Pensé primero en ofrecerme como monaguillo, pero luego descarté la idea porque quedaría muy expuesto, ya que si sorpresivamente desaparecía de la celebración sería muy notorio. Luego pensé en llegar prácticamente sobre la hora del campanazo de inicio de la misa, ya que me permitiría ubicarme en las últimas filas de asientos de la audiencia. El momento preciso para la huida sería la comunión, donde uno de los seminaristas que vigilan la entrada, se arrodilla para agradecer el manjar divino, justo cuando el otro seminarista, comienza su procesión para poder tomar el cuerpo de Cristo.


Ese día debía comer liviano y usar los zapatos de diario, no los acharolados de domingo, para poder correr mejor, ganar en agilidad y tratar de no ser alcanzado. De no lograr con mi cometido, me ganaría una nueva tunda que no sé si llegaría para contarla. No iba a llevar equipaje, total todas mis pertenencias en el seminario eran prestadas. Me quedaba un solo interrogante por resolver: dónde me iba a ocultar durante cuarenta minutos, aproximadamente, entre que huyo de la iglesia y hasta que el tren se ponga en marcha. Es algo que iba a tener que improvisar.


La última salida que tuve fue con un grupo de internos, habíamos ido a buscar provisiones. Si bien la estación estaba de camino al mercado, no recuerdo algún recoveco, pasillo, callejón, balcón o zaguán pertinente como para esconderse. Además, si se entablaba una especie de rastrillaje en mi búsqueda, sería muy peligroso y poco atinado quedarme oculto en algún recoveco. Lo mejor sería no quedarme quieto, tratar de llegar al paso nivel y tomar camino por la vía. Al tren lo abordaría fuera del pueblo, lejos del internado. Esta última idea me convenció.


Llegó el día. Ese martes, había comenzado el día con un semblante diferente. El almuerzo, como me lo había propuesto, comí poco, si tomé sopa; del estofado de albóndigas con papas, solo la mitad de la porción. Un trozo de pan y una manzana que era para el postre, las guardé para la huida.


A las 18:15 sonaron las primeras campanadas de la tarde avisando al pueblo que el inicio de la misa comunitaria era inminente. Se veía a los vecinos más cercanos que se acercaban y se alistaban en el atrio de la iglesia del seminario. Los internos nos sentábamos en la nave central del templo, mientras que el resto de la comunidad, en las naves laterales del altar. Con la puntualidad que tenía habitualmente el cura rector, la misa comenzó a las 18:30, yo entré cinco minutos después, cuando la canción de entrada estaba finalizando. El cura, desde su lugar, observaba y memorizaba todo los que sucedía durante la misa; cuando me vio entrar después que a él, su mirada se clavo en mí y hasta que no se dio vuelta para adorar al santísimo, no dejó de observarme. Durante la celebración, parecía que los minutos no pasaban más y que el momento de la comunión cada vez se apreciaba más lejano en el tiempo, iba ganándome la ansiedad de salir corriendo. “Este es el cordero de Dios…” dijo el celebrante, y me puse de pie antes que nadie. El cura encabezo la iniciativa para que la comunidad se acercara a recibir la comunión.


Como lo había previsto, el primero de los seminaristas volvió a su lugar de vigía; se arrodilló para dar gracias y orar por haber recibido la ostia consagrada; al mismo tiempo, el otro “guardia” empezó su procesión por el pasillo central de la iglesia para poder comulgar. Este, era justo el seminarista que se encontraba de mi lado. Al ver que se encontraba a mitad de camino, y que el otro cerraba los ojos para compenetrarse aún más en su oración, hice un giro en mi lugar para quedar de frente a la entrada de la iglesia; di cuatro pasos y quedé parado en el atrio del templo; y como si fuera un caballo de carreras al escuchar el bang y abrirse la compuerta de salida, salí corriendo lo más rápido que mis piernas me lo permitían. En menos de veinte metros, ya me encontraba en el portón del convento; giré a la izquierda sin detenerme, y tomé rumbo al sur por la misma calle.


Si bien comenzaba a sentir un aire fresco de alivio, no me podía relajar, ya que todavía me faltaban como unos doscientos metros para llegar a la estación. Al llegar a la esquina de esa cuadra, me detuve obligadamente por la circulación de vehículos. Aproveché para tomar aire mientras miraba en dirección a la iglesia para asegurarme que no me siguieran. Al trote cruce la calle y de repente escuché un grito. Al darme vuelta nuevamente, vi a uno de los vigías que se dirigía hacia mí con la voz de alto. Sin dudarlo demasiado, retomé mi carrera a toda velocidad.


Al llegar a la estación central, corroboré para qué dirección se encontraba dirigida la maquina del tren, entonces continué con mi maratón en esa dirección por el andén. A mis espaldas, escuchaba ya que ambos vigías me perseguían. Cuando finalizó el andén, salté un metro al suelo para continuar con mi huida en paralelo a los durmientes de la vía.


“Unos metros más… solo unos metros más…”, me alentaba para continuar con mi escape. Sabía del castigo que me deparaba si los vigías me atrapaban. De todas maneras terminaría muerto, en el internado por el castigo o por algún paso en falso en las vías del tren. Era mejor morir en el intento pero libre y no atrapado en el internado.


Tenía la horrible sensación de que ya no estaba avanzando en mi recorrido, como si estuviera corriendo en el mismo lugar, como si estuviera yendo marcha atrás. La angustia que tenía en ese momento me hacía percibir que el campo de caña de azúcar que tenía en frente, cada vez se hallaba más lejos en vez de estar acercándome. Comencé a llorar de tanto correr, un poco por el cansancio y otro poco por esta misma angustia. Mis pies y mis rodillas se tocaban con cada paso. El aire comenzaba a faltarme. Tocía. Me ahogaba con mi saliva. No quería mirar atrás porque sentía que los vigías me iban a agarrar en el mismísimo momento en que me diera vuelta.


De repente, empecé a sentir que unas hojas me raspaban la cara y que se me volvía muy dificultoso seguir avanzando. No me había dado cuenta que ya había penetrado en el campo de cañas. No me detuve, seguí avanzando, pero como me mezclaba entre las cañas erguidas, intentaba de ser más sigiloso para perder a mis perseguidores; a ellos se les complicaba aún más continuar ya que las sotanas que utilizaban se enganchaban con la maleza o con las cañas. Yo tenía otra ventaja: mi uniforme se mimetizaba con el color de las cañas.


Como empezaba a circular por la parte del campo que había sido recientemente cosechada, quedaba expuesto a la vista de los vigías, vi a unos metros delante de mí que había un montículo de cañas cortadas interrumpiendo el paso de una acequia. Me escabullí por entre la acequia y pude llegar, embarrado, al centro del montículo. Mis perseguidores llegaron hasta ese lugar luego de un rato. Los escuchaba habar jadeando, pero no entendía qué es lo que se decían. Veía sus figuras como sombras desde mi escondite. Ellos se acercaban al montículo buscándome, como quién espía entre las hendijas de alguna ventana. Yo me encontraba inmóvil y sin respirar. Al no ver nada extraño, los vigías abandonaron su búsqueda y regresaron sobre sus pasos. Mientras tanto, seguía inmutable, como una estatua, a la espera del silbido del tren que me indicara que pronto pasaría la formación por ese sector del campo. Una vez más, me entregaba a la espera, que con cada minuto que pasaba, era un minuto más que sumaba a mi desesperación. Mi ansiedad comenzaba a jugar también, pues, las dudas iban surgiendo como cuentagotas: salir de mi refugio o no salir, esa era la cuestión.


Había oscurecido cuando se empezaron a escuchar voces que se acercaban. No podía distinguir si eran cañeros o si habían retomado mi búsqueda. Veía que, con las voces, se aproximaban luces como de antorchas. El temor me invadió, ya que mi refugio podía convertirse, en segundos, en una hoguera. Era costumbre de los cañeros quemar la caña antes de ser trasladada al ingenio, de esa manera era menos trabajoso limpiar las chalas de las cañas. Me decido a abandonar mi escondite y, en mi esfuerzo por salir, escucho el silbatazo de la maquina a vapor, como anunciando su partida de la estación central. Mi transporte pasaría en cualquier momento.


Las antorchas y las voces se encontraban cada vez más cerca. Al salir por la acequia y recuperar la vertical la máquina de la formación pasaba por delante mío. Estaba como a tres metros de las vías,  la vibración en el suelo por el avance del tren era muy fuerte. Daba pequeños saltos por sobre las cañas tiradas en el suelo para quedar a tiro del paso de los vagones, cuando escuché un grito desde la dirección en que se aproximaban las antorchas. De las sombras de la noche surgió el mismísimo cura rector que vociferaba amenazándome que no me moviera. Mi maratón comenzó nuevamente entre los obstáculos del campo, la acequia, los durmientes de la vía y los últimos vagones de la formación que empezaban a besarse con las primeras líneas de caña del campo. Unos tres o cuatro nuevos perseguidores comenzaban a acecharme, más frescos y con ropas más cómodas para semejante casería. Yo corría en paralelo a la formación de metal para poder tomarme de una de las barandas del penúltimo vagón. Uno de los perseguidores, logra alcanzarme y me agarra con mucha fuerza del cuello de la camisa embarrada que llevaba puesta, y me jalaba tratándome de frenar. En cada intento de abordar el vagón, mi perseguidor me tironeaba para que no lo logre. Cuando el tren alcanzo una mayor velocidad, mi seguidor se tropezó con un durmiente y cayó del lado del campo cosechado. Producto del mismo infortunio, me desagarro la camisa, a la vez que me dio impulso para saltar y lograr abordar la formación en movimiento.


La emoción me invadió al verme en vagón, tomando conciencia de todo lo que había pasado. Lloré  varias horas mientras miraba el recorrido. Me dormí sobre unas bolsas de granos que utilice de cama; alegremente exhausto por haber conseguido mi cometido. Viajé varios días en la misma formación. Una mañana agradable y soleada, me desperté cuando el tren empezaba a detenerse. Al mirar hacia afuera, leí un cartel que decía “Bienvenido a Libertad”. Paradójicamente, esa cuidad llevaba el mismo nombre de lo que tanto anhelaba. Decidí que mi viaje concluía en Libertad.

En lo que caminaba y reconocía la cuidad, descubrí una herrería que necesitaba un auxiliar. A pesar de mí apariencia, intente sin  mucha suerte arreglarme el flequillo; entré al lugar y me ofrecí como aprendiz para la vacante.


02/10/2016