Ya era tiempo de salir. Era el segundo break que nos daban en
el día en el monasterio, y la verdad que ya no aguantaba más estar dentro del
aula. Me encontraba encerrado en una aparente libertad, pues teníamos las
puertas abiertas a, prácticamente, todos los ambientes del añejo edificio, pero
no podíamos salir afuera del mismo.
Confieso que mi estadía aquí no había sido precisamente por
mi vocación de servicio ni por un impetuoso llamado eclesiástico; sino todo lo
contrario. Por decirlo de algún modo elegante, no he tenido una vida acorde a
los mandamientos de Dios, sino que he tenido algunas licencias acordes a
mi edad como romper el vidrio de una ventana con un pelotazo, tirar piedras cuando pasa el tren, dormir en medio de la ceremonia eucarística, blasfemar de vez en cuando y generalmente cuando algo me salía mal; cosas que eran castigadas a menudo en mi pueblo. Por las cuales, el juez de paz, me
obligó a “volver al camino de salvación" (según su sentencia), internándome en la escuela
seminario local.
Cada vez que saltaba a la luz alguna de mis travesuras, era
severamente castigado con una deforme regla de madera, con golpes secos y
“sagrados” en los nudillos de mis manos; en otras ocasiones en las pantorrillas.
El castigo y la cantidad de golpes, dependían si había sido recurrente en el “pecado
cometido”; y claro, cómo era interpretado por los curas del monasterio
encargados de la confección de la “penitencia”.
De pronto, robarme un pan para comer en la noche, equivalía a
dos reglazos en los nudillos;
pelearme a trompadas con un compañero a cinco; maldecir en público a diez
reglazos, mientras que debía a la vez permanecer de rodillas rezando a los
santos sobre arenisca en el suelo. También se castigaba si en las inspecciones encontraban
entre tus pertenencias (que en realidad no eran de uno, sino que Dios te las
prestaba) imágenes, revistas de comics
u objetos impúdicos (inclusive de forma aparentemente impúdica). Otras tantas
veces, los castigos iban a depender de la saña y el humor del cura castigador
de turno.
Mis intenciones no eran ser un seminarista o hacerme cura,
sino terminar la educación media que me obligaban a hacer en el internado, para
luego largarme de la ciudad en el primer tren de carga que pase por la
estación. No quería ser un vago, nunca me había atraído la idea de estar tirado
y depender de la benevolencia (o caridad) de los otros. De pequeño siempre tuve
buena mano para el trabajo en madera y en metal; me destacaba más en materias
que tenían que ver con oficios manuales, considerados sucios por los curas, que
por la teología.
En aquella ocasión no me lo merecía. Unos compañeros del
monasterio me inculparon de romper el crucifijo de la biblioteca. No era la
primera vez que ellos me hacían responsable de sus acciones o destrozos, y ya
que para los curas la única manzana podrida del curso, al único que iban a
castigar, pese a mi defensa, iba a ser mí. “Por haber saqueado el mismísimo Dios crucificado y tener actitudes
predispuestas al sacrilegio…”, decían en mi sentencia. Me habían castigado
tanto que tuve que andar con las manos vendadas durante una semana.
“Sí. Es tiempo de escapar. La próxima vez, seguro que habrá
una próxima vez, me van a crucificar a mí”; me dije a mí mismo. Mi familia me
defendió, muy por el contrario, eran capaces de clavarme directamente la lanza
en mi costado o pedir consejo al cura
verdugo, como lo llamaba yo, para tener otras variedades de castigos para
implementarme.
Mientras me recuperaba, tuve tiempo de meditar y planificar
mi huida. Desde cualquier parte del monasterio, se podía escuchar el silbido
del tren. Las vías se encontraban a 250 metros al sur yendo por la calle principal.
Averigüé con un conserje del internado, que los días martes y jueves el tren se
recarga en la estación del pueblo a las 19:30, luego retomaba su recorrido a
las 20:15 horas. Los mismos días, pero una hora más temprano al arribo de la
formación, se abren las puertas del convento para asistir a la misa comunitaria.
Debía resolver cómo hacerme de alguna distracción para poder escaparme, aprovechando
que la puerta principal del seminario se encontraría abierta, nada más y nada
menos que por el lapso de lo que durará la misa, en promedio una hora y cuarto.
Pensé primero en ofrecerme como monaguillo, pero luego
descarté la idea porque quedaría muy expuesto, ya que si sorpresivamente
desaparecía de la celebración sería muy notorio. Luego pensé en llegar
prácticamente sobre la hora del campanazo de inicio de la misa, ya que me
permitiría ubicarme en las últimas filas de asientos de la audiencia. El
momento preciso para la huida sería la comunión, donde uno de los seminaristas
que vigilan la entrada, se arrodilla para agradecer el manjar divino, justo
cuando el otro seminarista, comienza su procesión para poder tomar el cuerpo de
Cristo.
Ese día debía comer liviano y usar los zapatos de diario, no
los acharolados de domingo, para poder correr mejor, ganar en agilidad y tratar
de no ser alcanzado. De no lograr con mi cometido, me ganaría una nueva tunda
que no sé si llegaría para contarla. No iba a llevar equipaje, total todas mis
pertenencias en el seminario eran prestadas. Me quedaba un solo interrogante por
resolver: dónde me iba a ocultar durante cuarenta minutos, aproximadamente,
entre que huyo de la iglesia y hasta que el tren se ponga en marcha. Es algo
que iba a tener que improvisar.
La última salida que tuve fue con un grupo de internos,
habíamos ido a buscar provisiones. Si bien la estación estaba de camino al
mercado, no recuerdo algún recoveco, pasillo, callejón, balcón o zaguán
pertinente como para esconderse. Además, si se entablaba una especie de
rastrillaje en mi búsqueda, sería muy peligroso y poco atinado quedarme oculto
en algún recoveco. Lo mejor sería no quedarme quieto, tratar de llegar al paso
nivel y tomar camino por la vía. Al tren lo abordaría fuera del pueblo, lejos
del internado. Esta última idea me convenció.
Llegó el día. Ese martes, había comenzado el día con un
semblante diferente. El almuerzo, como me lo había propuesto, comí poco, si
tomé sopa; del estofado de albóndigas con papas, solo la mitad de la porción.
Un trozo de pan y una manzana que era para el postre, las guardé para la huida.
A las 18:15 sonaron las primeras campanadas de la tarde
avisando al pueblo que el inicio de la misa comunitaria era inminente. Se veía
a los vecinos más cercanos que se acercaban y se alistaban en el atrio de la
iglesia del seminario. Los internos nos sentábamos en la nave central del
templo, mientras que el resto de la comunidad, en las naves laterales del altar.
Con la puntualidad que tenía habitualmente el cura rector, la misa comenzó a
las 18:30, yo entré cinco minutos después, cuando la canción de entrada estaba
finalizando. El cura, desde su lugar, observaba y memorizaba todo los que
sucedía durante la misa; cuando me vio entrar después que a él, su mirada se
clavo en mí y hasta que no se dio vuelta para adorar al santísimo, no dejó de
observarme. Durante la celebración, parecía que los minutos no pasaban más y
que el momento de la comunión cada vez se apreciaba más lejano en el tiempo,
iba ganándome la ansiedad de salir corriendo. “Este es el cordero de Dios…”
dijo el celebrante, y me puse de pie antes que nadie. El cura encabezo la
iniciativa para que la comunidad se acercara a recibir la comunión.
Como lo había previsto, el primero de los seminaristas volvió
a su lugar de vigía; se arrodilló para dar gracias y orar por haber recibido la
ostia consagrada; al mismo tiempo, el otro “guardia” empezó su procesión por el
pasillo central de la iglesia para poder comulgar. Este, era justo el
seminarista que se encontraba de mi lado. Al ver que se encontraba a mitad de
camino, y que el otro cerraba los ojos para compenetrarse aún más en su
oración, hice un giro en mi lugar para quedar de frente a la entrada de la iglesia;
di cuatro pasos y quedé parado en el atrio del templo; y como si fuera un
caballo de carreras al escuchar el bang y abrirse la compuerta de salida, salí
corriendo lo más rápido que mis piernas me lo permitían. En menos de veinte
metros, ya me encontraba en el portón del convento; giré a la izquierda sin
detenerme, y tomé rumbo al sur por la misma calle.
Si bien comenzaba a sentir un aire fresco de alivio, no me
podía relajar, ya que todavía me faltaban como unos doscientos metros para
llegar a la estación. Al llegar a la esquina de esa cuadra, me detuve
obligadamente por la circulación de vehículos. Aproveché para tomar aire
mientras miraba en dirección a la iglesia para asegurarme que no me siguieran. Al
trote cruce la calle y de repente escuché un grito. Al darme vuelta nuevamente,
vi a uno de los vigías que se dirigía hacia mí con la voz de alto. Sin dudarlo
demasiado, retomé mi carrera a toda velocidad.
Al llegar a la estación central, corroboré para qué dirección
se encontraba dirigida la maquina del tren, entonces continué con mi maratón en
esa dirección por el andén. A mis espaldas, escuchaba ya que ambos vigías me
perseguían. Cuando finalizó el andén, salté un metro al suelo para continuar
con mi huida en paralelo a los durmientes de la vía.
“Unos metros más… solo unos metros más…”, me alentaba para
continuar con mi escape. Sabía del castigo que me deparaba si los vigías me
atrapaban. De todas maneras terminaría muerto, en el internado por el castigo o
por algún paso en falso en las vías del tren. Era mejor morir en el intento
pero libre y no atrapado en el internado.
Tenía la horrible sensación de que ya no estaba avanzando en
mi recorrido, como si estuviera corriendo en el mismo lugar, como si estuviera
yendo marcha atrás. La angustia que tenía en ese momento me hacía percibir que el
campo de caña de azúcar que tenía en frente, cada vez se hallaba más lejos en
vez de estar acercándome. Comencé a llorar de tanto correr, un poco por el
cansancio y otro poco por esta misma angustia. Mis pies y mis rodillas se tocaban
con cada paso. El aire comenzaba a faltarme. Tocía. Me ahogaba con mi saliva. No
quería mirar atrás porque sentía que los vigías me iban a agarrar en el
mismísimo momento en que me diera vuelta.
De repente, empecé a sentir que unas hojas me raspaban la
cara y que se me volvía muy dificultoso seguir avanzando. No me había dado
cuenta que ya había penetrado en el campo de cañas. No me detuve, seguí
avanzando, pero como me mezclaba entre las cañas erguidas, intentaba de ser más
sigiloso para perder a mis perseguidores; a ellos se les complicaba aún más
continuar ya que las sotanas que utilizaban se enganchaban con la maleza o con
las cañas. Yo tenía otra ventaja: mi uniforme se mimetizaba con el color de las
cañas.
Como empezaba a circular por la parte del campo que había
sido recientemente cosechada, quedaba expuesto a la vista de los vigías, vi a
unos metros delante de mí que había un montículo de cañas cortadas
interrumpiendo el paso de una acequia. Me escabullí por entre la acequia y pude
llegar, embarrado, al centro del montículo. Mis perseguidores llegaron hasta ese
lugar luego de un rato. Los escuchaba habar jadeando, pero no entendía qué es
lo que se decían. Veía sus figuras como sombras desde mi escondite. Ellos se acercaban
al montículo buscándome, como quién espía entre las hendijas de alguna ventana.
Yo me encontraba inmóvil y sin respirar. Al no ver nada extraño, los vigías
abandonaron su búsqueda y regresaron sobre sus pasos. Mientras tanto, seguía
inmutable, como una estatua, a la espera del silbido del tren que me indicara
que pronto pasaría la formación por ese sector del campo. Una vez más, me
entregaba a la espera, que con cada minuto que pasaba, era un minuto más que
sumaba a mi desesperación. Mi ansiedad comenzaba a jugar también, pues, las dudas
iban surgiendo como cuentagotas: salir de mi refugio o no salir, esa era la
cuestión.
Había oscurecido cuando se empezaron a escuchar voces que se
acercaban. No podía distinguir si eran cañeros o si habían retomado mi búsqueda.
Veía que, con las voces, se aproximaban luces como de antorchas. El temor me
invadió, ya que mi refugio podía convertirse, en segundos, en una hoguera. Era
costumbre de los cañeros quemar la caña antes de ser trasladada al ingenio, de
esa manera era menos trabajoso limpiar las chalas de las cañas. Me decido a
abandonar mi escondite y, en mi esfuerzo por salir, escucho el silbatazo de la
maquina a vapor, como anunciando su partida de la estación central. Mi
transporte pasaría en cualquier momento.
Las antorchas y las voces se encontraban cada vez más cerca.
Al salir por la acequia y recuperar la vertical la máquina de la formación
pasaba por delante mío. Estaba como a tres metros de las vías, la vibración en el suelo por el avance del
tren era muy fuerte. Daba pequeños saltos por sobre las cañas tiradas en el
suelo para quedar a tiro del paso de los vagones, cuando escuché un grito desde
la dirección en que se aproximaban las antorchas. De las sombras de la noche
surgió el mismísimo cura rector que vociferaba amenazándome que no me moviera.
Mi maratón comenzó nuevamente entre los obstáculos del campo, la acequia, los
durmientes de la vía y los últimos vagones de la formación que empezaban a
besarse con las primeras líneas de caña del campo. Unos tres o cuatro nuevos perseguidores
comenzaban a acecharme, más frescos y con ropas más cómodas para semejante
casería. Yo corría en paralelo a la formación de metal para poder tomarme de
una de las barandas del penúltimo vagón. Uno de los perseguidores, logra
alcanzarme y me agarra con mucha fuerza del cuello de la camisa embarrada que
llevaba puesta, y me jalaba tratándome de frenar. En cada intento de abordar el
vagón, mi perseguidor me tironeaba para que no lo logre. Cuando el tren alcanzo
una mayor velocidad, mi seguidor se tropezó con un durmiente y cayó del lado
del campo cosechado. Producto del mismo infortunio, me desagarro la camisa, a
la vez que me dio impulso para saltar y lograr abordar la formación en
movimiento.
La emoción me invadió al verme en vagón, tomando conciencia
de todo lo que había pasado. Lloré varias horas mientras miraba el recorrido. Me
dormí sobre unas bolsas de granos que utilice de cama; alegremente exhausto por
haber conseguido mi cometido. Viajé varios días en la misma formación. Una
mañana agradable y soleada, me desperté cuando el tren empezaba a detenerse. Al
mirar hacia afuera, leí un cartel que decía “Bienvenido a Libertad”.
Paradójicamente, esa cuidad llevaba el mismo nombre de lo que tanto anhelaba.
Decidí que mi viaje concluía en Libertad.
En lo que caminaba y reconocía la cuidad, descubrí una
herrería que necesitaba un auxiliar. A pesar de mí apariencia, intente sin mucha suerte arreglarme el flequillo; entré
al lugar y me ofrecí como aprendiz para la vacante.