domingo, 3 de julio de 2016

No me pierdas...


El viento traía susurros en el aire, se distinguía una voz femenina que suplicaba “no me pierdas…” era casi como una súplica sollozante que hizo erizar toda mi piel. Cada vez que pasaba por el frente de esa casa al volver del trabajo por la noche, se repetía la escena. Una y otra vez. No eran en noches seguidas, sino en determinadas ocasiones. No me había dado cuenta de algún un patrón repetitivo hasta no haber transcurrido un tiempo. Hasta entonces, solo eran ciertas noches en donde escuchaba la voz de una mujer, que siempre decía y repetía la misma frase: “no me pierdas”.

Entraba a mi trabajo a primera hora de la siesta, cuando otros se acostaban a descansar unas horas, yo salía para la oficina. Y mi horario era hasta finalizar el día. Cuando los otros se iban a dormir, yo recién bajaba del colectivo para volver a casa. El barrio estaba en los suburbios de la ciudad a 40 minutos del centro, era un lugar tranquilo para ser no tan alejado. Los vecinos se conocían de toda la vida, cosa difícil que suceda en los barrios más cerca del centro. Con mi familia, nos habíamos mudado hace un par años y los vecinos todavía nos trataban como extranjeros. A pesar de ello, habíamos sido muy bien recibidos.


La parada del colectivo estaba girando por la esquina, tres cuadras hacia el sur. A mitad de trayecto, había una casa abandonada de fachada colonial, una de las pocas que quedaba en el lugar. Antaño, cuando recién se asentaba la ciudad, era considerada como casa de descanso, pues estaba fuera de la urbe central. Con el paso de los años, el barrio había crecido mucho y las nuevas casas se mezclaban con el paisaje añejo de la casa abandonada.

La estructura se mantuvo de pie en todos estos años, con sus dos pisos (planta baja y primer piso) y con sus balcones al frente. En el lateral derecho del porche de acceso, había una galería con baranda de cara a un amplio jardín descuidado. La antigüedad del inmueble, se hacía notar por el sarro acumulado sobre las paredes y en la pintura descascarada y de color blanco muy ensuciado. La entrada de la casa era por una pesada verja que denotaba herrumbre y una pirca agrietada que sostenía también a un portón.


Una noche de luna llena, como otras tantas al volver del trabajo, al pasar por el frente de esta casa, escuché una vez más el susurro: “no me pierdas…”; a la vez sentí, por un instante como una brisa que me abrazaba. Observé de pronto, un destello blanco como una silueta de mujer, que se movía en el interior de la casa, y que se ocultaba entre las celosías de madera de una de las habitaciones del primer piso.


Confieso que me quedé atónito por unos minutos ante semejante experiencia. En otras ocasiones no había percibido ningún movimiento en su interior. Como me encontraba parado cerca del cordón de la vereda, un bocinazo de un auto al pasar por la calle me hizo reaccionar. De un salto, me puse en resguardo más adentro de la vereda. Aún parado de frente a la casa sentí una vez más una brisa que me abrazaba, en esta segunda oportunidad, era aún más helada que la anterior. Tuve la sensación de que esa brisa me acariciaba y me sostenía la cara, subiendo por el cuello por el lado derecho y dirigiéndose hasta el oído; una vez más, pero en esta ocasión con más claridad, escuché:”por favor… no me pierdas”. La suplica me recorrió por toda la espalda, hizo temblar mis piernas y llegué a perder el equilibrio. En un acto de reflejo, salí corriendo y no descanse hasta llegar la puerta de mi casa.


Con mezcla de vergüenza y de temor a burla, decidí no contar lo ocurrido a mi señora. Me autoconvencía, a la vez, que lo que había pasado no real, que pudo haber sido producto de mi cansancio. Así, con toda esa mezcla de sensaciones disimuladas, entre a cotidianeidad de casa.

***

Hubo una vez una dama que pertenecía a los centros más altos de la sociedad de los años 1920. A pesar de su juventud, se había casado con un inversor de ferrocarriles, que se había mudado hace pocos años a la cuidad. Se habían conocido casualmente en patio central de la estación de trenes. Él llegaba desde la metrópolis y venía a hacer negocios; mientras que ella esperaba en un banco a una tía que viajaba desde Rosario en el mismo servicio. Cuando él bajó, desde el estribo del vagón le posó la mirada a esa bella joven que bestia de blanco y desde ese momento, él hizo todo lo posible para poder acercarse y cortejarla.


Meses después de este encuentro, y luego de haber realizado un importante lobbie con Don Quinteros, padre de Lucrecia, se casaron y se mudaron a una casa en los suburbios de la ciudad, muy cerca de la nueva estación de trenes de carga. Estación que el flamante marido financiaba a través de la representación de una empresa inglesa. El inmueble, era propiedad de la familia Quinteros y era utilizada hasta entonces como casa de descanso.


Dicen las historias contadas por los más viejos del barrio, que la pareja se amaba con locura; que era realmente verdadero lo que había en sus corazones, porque el amor que se tenían, se reflejaba en la mirada de ambos. Dicen que era tanto el cariño, el respeto y la admiración que se tenían, que en una sociedad aún dominada por la opinión machista, el joven marido no solo escuchaba a Lucrecia, sino que también defendía su forma de pensar ante otros hombres que menospreciaban la palabra femenina. Dicen que él recibía correspondencia marcada con un sello de cera, y que esas cartas eran las únicas que él leía en privado; el resto, otras cartas y periódicos locales o de la metrópolis, los leía en compañía de su esposa.


Dicen que una tarde, se escucharon desde las instalaciones del ferrocarril, a casi 150 metros, los gritos del matrimonio. No se entendía sobre qué, pero estaba claro que discutían por algo. Dicen que esa fue la primera de las dos únicas veces que se los hoyo discutir. Algunos en el barrio, especulan que el caballero “no era entero”, aludiendo a que el joven era amanerado, pero nadie pudo confirmar si el caballero tuvo inclinaciones sexuales intolerables para la época. Otros relatos más novelescos que recogí, dicen que él tenía otra familia constituida en la cuidad capital y que hasta tuvo hijos de pequeña edad, antes de emprender su empresa en esta localidad, y que la correspondencia con el sello que recibía y que leía en privado, eran de su otra familia.


Dicen, que la primer discusión que el joven matrimonio mantuvo era porque Lucrecia “no le daba hijos” al caballero. Y que la segunda y última discusión, fue muy agresiva pero no se supo la razón. Se escuchaban gritos y bajillas o vidrios que estallaban en el interior de la casona. Dicen que al día siguiente de este último altercado, al caballero no se lo volvió a ver más por la localidad, no así, en alguna nota esporádica que era publicada por el diario metropolitano, cuando trataban temas sobre los trenes. En cambio, de Lucrecia, no se supo más. Como si la hubiera tragado la tierra. Fue buscada por su familia por algunos años; tiempo después y luego de perseguir pistas inciertas, simplemente se abatieron a la idea de que había muerto y realizaron una sepultura sin cuerpo para “hacer el duelo” familiar.

***

Mientras continuaba averiguando, no muy sistemáticamente, datos que fueran relevantes a la historia de la casa abandonada, fui descartando mucha información que parecía descabellada y, a la vez, fui armando una suerte de rompecabezas imaginario, apoyado en una libreta de mano donde iba apuntando todo. Además, iba realizando conjeturas de lo que podría haber sucedido. Una de mis causas posibles era que ella no había muerto, sino que se fue de la ciudad y hasta podría haber cambiado de identidad por vergüenza a lo que dirían su familia y los demás habitantes de la cuidad, al enterarse de que su marido había abandonado, esto explicaría su desaparición. La segunda era que ambos se habían mudado, cansados de vivir a la vera de la futura estación de trenes de carga, y que se habían establecido en otra ciudad y que las dos discusiones que habían mantenido, tendrían que ver con el tema de dejar todo, hasta su propia identidad.


Además, lo que más alimentaba mis conjeturas no eran los dichos y la información recabada, sino que no volví a ver ese destello en las noches posteriores. Ni volví a escuchar los susurros y las suplicas en el viento. Tenía sentimientos encontrados, como una suerte de paradoja, pues, realmente no quería revivir la situación escalofriante de la otra noche, pero a la vez, si sentía la necesidad de volver a toparme con aquella cosa (por nombrarle de algún modo hasta que pueda confirmar alguna de mis conjeturas). En mi afán de querer comprender lo que había visto aquella vez, me desviaba cada vez más de la única posibilidad que tenía de saber (si es que realmente es eso lo que quería saber) si lo que vi aquella noche fue real o simplemente delirio personal. Al final, con el paso de los días, se iban diluyendo mis conjeturas, pues, cada vez encontraba menos datos certeros, y así, fui perdiendo interés en seguir buscando.

***

En otra oportunidad, volviendo a casa en mis horarios habituales, iba semidormido en la butaca del colectivo. Cual mecedora, el ritmo oscilante de arrancar y frenar en las esquinas, ayudaba a que me sintiera más cerca del sueño que de la realidad. En Últimos giros por las esquinas del barrio, el chofer como si lo hiciera a propósito, pasaba por una parte de la calle que se encontraba llena de baches y nos sacudía de manera importante. Eso me indicaba que estaba cerca de mi parada, lo que ayudaba, a su vez, a despabilarme y a prepararme para descender.


Era una noche aclarecida por el reflejo plateado de la luna. Al pasar por el frente de la casa abandonada, escuche el susurro nuevamente. La paradoja se hacía evidente; en principio sentí alivio porque estaba deseoso de que se produzca un encuentro, como para no sentir que el yo el que estaba enloqueciendo. Pero a la vez, sentía un enorme temor por lo desconocido, porque no tenía ninguna certeza de qué es lo que producía esta aparición.


Me encontraba en medio de la vereda de la casa, a diferencia de la otra vez, sentí en esta ocasión que la brisa helada me abrazaba con suavidad. Mis piernas igualmente se paralizaron, y comenzaba a invadirme el temor nuevamente y no podía salir huyendo.


En ese momento apareció mi esposa, Laura, que me sacudió un poco y acusaba que me estaba hablando y que no le prestaba atención. Le pregunte de inmediato si sentía una brisa o voces sollozando. Ella me contestó que era probable que estuviera enfermo porque no había brisas ni voces, que solo estaba ella de frente mío. Fuimos hasta un almacén que estaba cerca para comprar unas cosas que faltaban en casa y en el trayecto de vuelta, me animé a contarle la experiencia recurrente tenía al pasar cerca de la casa abandonada.


Laura, ya no creía que estaba enfermo, sino que aseguraba que estaba demente. Se burlaba como creyendo que yo le tomaba el pelo a ella; luego se retractaba y decía que probablemente estaba pasando por un pico de estrés e insistía que tomara vacaciones. Al pasar por el frente de la casa abandonada miramos los dos hacia el interior y nos quedamos parados un largo rato al lado del portón oxidado. 


Al rato, y cuando estábamos por desistir, vi como una exhalación que deambulaba en el interior de la casa.


- “Entremos”; le propuse a Laura. Ella me repetía que estaba loco; que nos iban a denunciar por invasión de propiedad privada. “Si de verdad crees que estoy loco, no me sigas la corriente, en cambio sí considerás que estoy y que vivo dentro de mis cabales… y me amas tanto como me lo decís siempre, acompañame en esta”; por la insistencia, Laura, quedó en una situación muy incómoda, tenía que decidir en esta encrucijada.

***

El protón oxidado de la entrada tenía una hendija por donde pudimos entrar, la casa estaba ubicada a unos treinta metros en el interior del terreno. Caminamos hasta la entrada por un sendero entre el follaje del jardín descuidado. Subimos por unos escalones que nos llevaron a la galería y luego teníamos en frente nuestro la puerta de ingreso a la casa. Su madera estaba casi podrida en su totalidad por el tiempo y la humedad; los pisos de la galería, también de madera, resistían el peso de nuestro pasar pero crujían con cada paso que dábamos. Nos encontrábamos agitados no tanto por la caminata en sí, sino por afrontar lo desconocido de la casona. No tuvimos que hacer demasiado esfuerzo para entrar, pues, la puerta estaba empotrada en el marco.


Ya en el interior, nos topamos con la escalera que daba a la planta superior. Hacia la derecha había una abertura que daba a una especie de living-comedor, se apreciaban distintos muebles cubiertos por telas; y hacia la izquierda, otra abertura que daba a lo que fue en algún momento la cocina. Escuchamos ruidos de pisadas arriba, segundos después unos gatos que salían huyendo. Escuchamos también ruidos de aleteos, que por la hora y la oscuridad no pudios distinguir qué animal podía ser.


- “¿Qué estamos buscando?”; me preguntó mi mujer. Al no saber qué contestarle, solo atiné a quedarme en silencio. “Lo escucho, Fabián, escucho el susurro…”; me dijo. Es en ese momento Laura empezó a creerme.


Subíamos por la escalera y escuchamos una vez más: “No me pierdas… no me pierdas…”; al mismo tiempo empezó a correr una brisa helada por entre medio de nosotros. Al llegar al descanso de la planta alta, nos encontramos con las aberturas de las habitaciones y el baño (ya no tenían puertas); se apreciaba las persianas que daban hacía el balcón y a lo lejos, el movimiento y las luces de la calle. La brisa empezó a tomar mayor velocidad y cuerpo y continuaba circulando entre medio de nosotros, lo que hizo que nos asustáramos aún más.


De pronto, el susurro cambió: “por fin volviste… por fin… ¡Volviste!”; mi señora gritó muy fuerte y empezó como a correr en círculos porque no encontraba la salida. Le tomé la mano y corrimos en dirección a las escaleras. Bajamos lo más rápido que pudimos y sin darnos cuenta, llegamos hasta el portón de entrada.


Ya sentados en casa, nos miramos de frente y mi señora empezó a acribillarme a preguntas: “¿Qué era cosa eso? ¿Cómo es eso que ‘por fin volviste? ¿Qué significa ‘por fin volviste’?; (y nuevamente) ¿Qué era cosa eso?”.


No supe cómo qué contestar. Solo movía la cabeza mirando el suelo. Sin entender qué es lo que había sucedido en la casa abandonada, no hice otra cosa que quedarme en silencio.

***

Hacía mucho que no veía a mi abuela Ángela. Ella vive en la Metrópolis, y desde que nos casamos y nos mudamos a nuestra ciudad con Laura, dejamos de frecuentarla con visitas. Extrañaba su comida y me recibiera con mates y medialunas. Después de la última experiencia y de lo aterrados que habíamos quedado, decidimos tomarnos unos días de descanso y aprovechar para verla. Tenía el presentimiento que este viaje podría ayudarnos con el misterio, no sé bien cómo o de qué manera.


Mi abuela tenía 90 años. Andaba apoyada en un trípode y arrastraba los pies, se notaba la pesadez del paso de los años en cada paso. Su voz se quebrantaba con cada palabra que emitía. Si tenía una increíble lucidez, como si los años le habrían pasado factura sobre su cuerpo, no así en su memoria. Solo al vernos llegar, nos reconoció de inmediato y hubo que estar muy cerca y atentos a ella por temor a que la emoción de vernos le hiciera daño.


En el almuerzo, le preguntábamos a propósito del abuelo, porque ella se sonrojaba, pues, siempre había sido tímida al hablar del viejo. La Bobe (como le decíamos en la familia a la abuela) recordó que “el viejo viajaba mucho en sus años mozos. Todavía no trabajaba en el banco, no andaba tan buenmozo de saco y corbata”; con el trabajo con el que yo lo conocí de chico. Continuó diciendo que “el viejo trabajaba para el ferrocarril, tenía un puesto prestigioso y viajaba mucho a diferentes ciudades, como la que viven ustedes ahora, para llevar las vías y el progreso del tren a todos lados…”. Había perdido la cuenta de cuántas veces nos había contado lo mismo, pero siempre fue grato ver cómo se sonreía al hacerlo. Agitada por el esfuerzo y la emoción, me hizo señas para que me acercara, se sonrío frunciendo los labios, mientras acariciaba mi rostro con su mano temblorosa; me miraba fijo con ojos humedecidos y movía la cabeza, con gesto de que quería decir algo más, pero no podía hacerlo.


Más tarde, la Bobe se fue a dormir, decidí acostarme con ella y acompañarla. Sin ninguna animosidad en particular, solo quería estar su lado. Mientras dormía le acariciaba sus canosos cabellos y la miraba con una luz tenue que entraba desde el pasillo. De pronto, mientras que ella dormía comenzó a llamar a mi abuelo y a balbucear palabras sueltas: “Arturo… Arturo; ¿cuándo vuelves…? Arturo ¿qué has hecho?”; le tomé la mano para tranquilizarla y ella se agarró con firmeza a la mía diciendo: “por favor, Arturo, vuelve…”. Luego entro en sueño profundo y no emitió palabra alguna.


Se terminaba el fin de semana, y a la vez, también se terminaba nuestra visita. Estábamos por tomar un taxi, cuando la mujer que cuidaba a mi abuela me hizo llamar. Dentro de la casa nuevamente, mi Bobe me hacía señas mostrando urgencia. Me puse de frente y ella me abrazo fuerte, y me dijo al oído: “el viejo anduvo con una vecina tuya, si la ves a Lucrecia, dile que él lo sentía mucho… dile que él la quiso mucho…”. La Bobe lagrimeo por un momento y me coloco una cadenita con una moneda colgando que usaba mi abuelo. “Para la suerte”; fue lo último que dijo para luego volver a sonreír.


Le di un beso en la frente a la Bobe, y por dentro empezaron a cerrarme muchas de las hipótesis que venía pensando sobre la casa abandonada. Pero aún, no tenía idea de cómo podía transmitir ese mensaje. Sé que mi abuela supo desde el primer momento en que llegue a su casa, por qué fui a visitarla. Ella lo supo desde siempre, antes que yo, tal vez intuición de vieja nomás. Sé que tenía que cerrar una historia que mi abuelo había dejado abierta hace mucho tiempo, pero no sabía cómo.

***

Bajé del colectivo y caminé en dirección a casa. Esa noche percibía un aroma a jazmines mezclados con azares de naranjo por todos lados. Caminaba distraído pensando en las tareas que me habían quedado pendientes del trabajo. A medida que me acercaba a la casa abandonada, el perfume era más penetrante y no me di cuenta de este detalle hasta no estar de frente al inmueble.


Reconocí un pañuelo que mi mujer usaba con frecuencia en su cuello que se encontraba atado al portón de entrada de la casona. De pronto, me vino una suerte de desesperación y busqué mi celular para comunicarme con ella. Al instante, empezó el celular de Laura comenzó a sonar en el interior de la casa. Sin dudarlo un momento más, entré y comencé a correr en dirección al interior de la casa.


Encontré el teléfono en el piso y no dejó de sonar hasta que finalicé la llamada. Con voz temblorosa y susurrante la llamaba: “Laura… Laura, ¿dónde estás? Laura…”.


- “El tiempo me ha castigado con tu ausencia…” se escuchó como respuesta. Era el timbre de voz de Laura, pero a la vez no la reconocía como suya; insistí llamándola, pero lo que se escuchó como respuesta fue: “por favor, no me pierdas otra vez…”. Sentí la brisa helada que me atrapaba con firmeza; vi que Laura se acercaba a mí con paso lento pero firme y con cada paso, se levantaban como vuelos de su vestido blanco. Cuando estuvo cerca, pude ver que ella no era mi mujer, era Lucrecia que personificándose en el cuerpo de mi Laura. Caí de rodillas al suelo llorando y Lucrecia acariciaba el cabello, de pie a mi lado.


- “¿Qué le hiciste a Laura, dónde está?; le pregunte con gran congoja.


- “Después de tanto tiempo de esperarte, sólo te importa ella… y mi tiempo ¿no cuenta?”; se notaba un tono de enfado en la voz de Lucrecia;


- “Solo estoy preocupado en su bienestar”, le contesté temeroso.


De pronto, ella lanzó una pregunta que por la que había esperado tanto pronunciar:


- “¿Por qué, Arturo, por qué te fuiste?” De repente, toda la casa se iluminó con luz natural, como si fueran las cuatro de la tarde. Ya no me encontraba en el piso, sino parado de frente a Lucrecia, vestido con ropa de época. A unos metros vi en el reflejo de un espejo que yo estaba personificando a mi abuelo. En ese momento me quedó todo claro: mi sangre es la que llevaba la marca de las cosas inconclusas que dejó mi abuelo en su juventud; la misma sangre es la que debía cerrar esta historia.


- “¿No te gusta, Arturo, que estemos juntos de nuevo? Esta es una nueva oportunidad que el amor nos da para que podamos compartir nuestras vidas juntos…”; dijo Lucrecia, esperanzada de tener a mi abuelo frente a frente. Me abrazó cálidamente, como si nunca se hubiese separado de mi abuelo.


Fue en ese momento que recordé las palabras de mi abuela: “si la ves…dile que lo sentía mucho… dile que él la quiso mucho…”. Levante la cabeza, miré de frente a Lucrecia y dije con mucha consternación, con mucho pesar y mucho dolor: “perdón, Lucrecia, no quise…, no pude y tuve miedo... ¡Lo siento!”.


La dama de blanco rompió en lágrimas. Quise acercarme para contenerla, y un estruendoso rayo de luz interrumpió la escena, un fuerte viento invadió toda la casa haciendo volar el polvo y telas que cubrían los muebles. Cuando abrí los ojos estaba nuevamente de rodillas en la planta alta de la casa y Laura entre mis brazos. Una luz blanca y resplandeciente se dirigió en nuestra dirección, con una voz clara y dulce dijo: “¡gracias…!”; luego despareció. Con Laura nos abrazamos fuerte y nos preparamos para salir de la casona.


Al bajar las escaleras, empezamos a escuchar un rechinar constante de madera. En planta baja, el sonido era aún más constante, como que toda la estructura de la casa comenzara a ceder. Entre las maderas y la alfombra del piso de la sala del living, se vislumbraba el mismo destello de luz que tenía la dama de blanco.


Levantamos la alfombra y quitamos el parque viejo del piso y vimos que Lucrecia, en nunca se marchó, siempre estuvo allí dentro de la casa; la casa en realidad nunca estuvo abandonada. No sabremos nunca como acabó allí, si sus familiares, mi abuelo u otras personas, además de nosotros, la habrán buscado. Lo único cierto es que Lucrecia estaba ahí, frente a nosotros una vez más. En ese momento, tuve el reflejo de quitarme la medalla que era de mi abuelo y la dejé junto al esqueleto vestido de blanco.


Con Laura queríamos volver a taparla, pero empezaron a caer pedazos del techo por todos lados y tuvimos que salir corriendo de la casa. Cruzamos el jardín y de ahí hasta la vereda para estar a salvo. Cuando nos dimos vuelta para contemplar el derrumbe ya no quedaba nada de la vieja casa.


Días después, la municipalidad local, removió los escombros de la casona, limpio el parquizado y modificó el terreno para convertirlo en una plaza. De Lucrecia, o de lo que quedaba de su cuerpo, no supimos nada más.


En ocasiones, salimos con Laura a pasar la tarde y a tomar unos mates en la nueva plaza y sentimos que corre una brisa helada en pleno verano que nos recuerda a Lucrecia. Otras veces, al volver del trabajo y cruzar por la plaza, me pregunto en silencio: ¿qué habrá pasado con ella? Y la brisa susurra una respuesta: “aquí estoy… esperando".


29/07/2016