El viento traía susurros en el aire, se distinguía una voz
femenina que suplicaba “no me pierdas…” era casi como una súplica sollozante que
hizo erizar toda mi piel. Cada vez que pasaba por el frente de esa casa al volver
del trabajo por la noche, se repetía la escena. Una y otra vez. No eran en
noches seguidas, sino en determinadas ocasiones. No me había dado cuenta de algún
un patrón repetitivo hasta no haber transcurrido un tiempo. Hasta entonces,
solo eran ciertas noches en donde escuchaba la voz de una mujer, que siempre decía
y repetía la misma frase: “no me pierdas”.
Entraba a mi trabajo a primera hora de la siesta, cuando
otros se acostaban a descansar unas horas, yo salía para la oficina. Y mi
horario era hasta finalizar el día. Cuando los otros se iban a dormir, yo
recién bajaba del colectivo para volver a casa. El barrio estaba en los
suburbios de la ciudad a 40 minutos del centro, era un lugar tranquilo para ser
no tan alejado. Los vecinos se conocían de toda la vida, cosa difícil que
suceda en los barrios más cerca del centro. Con mi familia, nos habíamos mudado
hace un par años y los vecinos todavía nos trataban como extranjeros. A pesar
de ello, habíamos sido muy bien recibidos.
La parada del colectivo estaba girando por la esquina, tres
cuadras hacia el sur. A mitad de trayecto, había una casa abandonada de fachada
colonial, una de las pocas que quedaba en el lugar. Antaño, cuando recién se
asentaba la ciudad, era considerada como casa de descanso, pues estaba fuera de
la urbe central. Con el paso de los años, el barrio había crecido mucho y las
nuevas casas se mezclaban con el paisaje añejo de la casa abandonada.
La estructura se mantuvo de pie en todos estos años, con sus
dos pisos (planta baja y primer piso) y con sus balcones al frente. En el
lateral derecho del porche de acceso,
había una galería con baranda de cara a un amplio jardín descuidado. La
antigüedad del inmueble, se hacía notar por el sarro acumulado sobre las
paredes y en la pintura descascarada y de color blanco muy ensuciado. La entrada
de la casa era por una pesada verja que denotaba herrumbre y una pirca agrietada
que sostenía también a un portón.
Una noche de luna llena, como otras tantas al volver del
trabajo, al pasar por el frente de esta casa, escuché una vez más el susurro:
“no me pierdas…”; a la vez sentí, por un instante como una brisa que me
abrazaba. Observé de pronto, un destello blanco como una silueta de mujer, que
se movía en el interior de la casa, y que se ocultaba entre las celosías de
madera de una de las habitaciones del primer piso.
Confieso que me quedé atónito por unos minutos ante semejante
experiencia. En otras ocasiones no había percibido ningún movimiento en su
interior. Como me encontraba parado cerca del cordón de la vereda, un bocinazo
de un auto al pasar por la calle me hizo reaccionar. De un salto, me puse en
resguardo más adentro de la vereda. Aún parado de frente a la casa sentí una
vez más una brisa que me abrazaba, en esta segunda oportunidad, era aún más helada
que la anterior. Tuve la sensación de que esa brisa me acariciaba y me sostenía
la cara, subiendo por el cuello por el lado derecho y dirigiéndose hasta el
oído; una vez más, pero en esta ocasión con más claridad, escuché:”por favor…
no me pierdas”. La suplica me recorrió por toda la espalda, hizo temblar mis
piernas y llegué a perder el equilibrio. En un acto de reflejo, salí corriendo
y no descanse hasta llegar la puerta de mi casa.
Con mezcla de vergüenza y de temor a burla, decidí no contar
lo ocurrido a mi señora. Me autoconvencía, a la vez, que lo que había pasado no
real, que pudo haber sido producto de mi cansancio. Así, con toda esa mezcla de
sensaciones disimuladas, entre a cotidianeidad de casa.
***
Hubo una vez una dama que pertenecía a los centros más altos
de la sociedad de los años 1920. A pesar de su juventud, se había casado con un
inversor de ferrocarriles, que se había mudado hace pocos años a la cuidad. Se
habían conocido casualmente en patio central de la estación de trenes. Él
llegaba desde la metrópolis y venía a hacer negocios; mientras que ella
esperaba en un banco a una tía que viajaba desde Rosario en el mismo servicio.
Cuando él bajó, desde el estribo del vagón le posó la mirada a esa bella joven
que bestia de blanco y desde ese momento, él hizo todo lo posible para poder acercarse
y cortejarla.
Meses después de este encuentro, y luego de haber realizado
un importante lobbie con Don Quinteros,
padre de Lucrecia, se casaron y se mudaron a una casa en los suburbios de la
ciudad, muy cerca de la nueva estación de trenes de carga. Estación que el flamante
marido financiaba a través de la representación de una empresa inglesa. El
inmueble, era propiedad de la familia Quinteros y era utilizada hasta entonces
como casa de descanso.
Dicen las historias contadas por los más viejos del barrio,
que la pareja se amaba con locura; que era realmente verdadero lo que había en
sus corazones, porque el amor que se tenían, se reflejaba en la mirada de
ambos. Dicen que era tanto el cariño, el respeto y la admiración que se tenían,
que en una sociedad aún dominada por la opinión machista, el joven marido no
solo escuchaba a Lucrecia, sino que también defendía su forma de pensar ante
otros hombres que menospreciaban la palabra femenina. Dicen que él recibía
correspondencia marcada con un sello de cera, y que esas cartas eran las únicas
que él leía en privado; el resto, otras cartas y periódicos locales o de la
metrópolis, los leía en compañía de su esposa.
Dicen que una tarde, se escucharon desde las instalaciones
del ferrocarril, a casi 150 metros, los gritos del matrimonio. No se entendía
sobre qué, pero estaba claro que discutían por algo. Dicen que esa fue la
primera de las dos únicas veces que se los hoyo discutir. Algunos en el barrio,
especulan que el caballero “no era entero”, aludiendo a que el joven era
amanerado, pero nadie pudo confirmar si el caballero tuvo inclinaciones
sexuales intolerables para la época. Otros relatos más novelescos que recogí, dicen
que él tenía otra familia constituida en la cuidad capital y que hasta tuvo
hijos de pequeña edad, antes de emprender su empresa en esta localidad, y que la
correspondencia con el sello que recibía y que leía en privado, eran de su otra
familia.
Dicen, que la primer discusión que el joven matrimonio mantuvo
era porque Lucrecia “no le daba hijos” al caballero. Y que la segunda y última
discusión, fue muy agresiva pero no se supo la razón. Se escuchaban gritos y bajillas
o vidrios que estallaban en el interior de la casona. Dicen que al día siguiente
de este último altercado, al caballero no se lo volvió a ver más por la
localidad, no así, en alguna nota esporádica que era publicada por el diario
metropolitano, cuando trataban temas sobre los trenes. En cambio, de Lucrecia, no
se supo más. Como si la hubiera tragado la tierra. Fue buscada por su familia
por algunos años; tiempo después y luego de perseguir pistas inciertas,
simplemente se abatieron a la idea de que había muerto y realizaron una sepultura
sin cuerpo para “hacer el duelo” familiar.
***
Mientras continuaba averiguando, no muy sistemáticamente,
datos que fueran relevantes a la historia de la casa abandonada, fui
descartando mucha información que parecía descabellada y, a la vez, fui armando
una suerte de rompecabezas imaginario, apoyado en una libreta de mano donde iba
apuntando todo. Además, iba realizando conjeturas de lo que podría haber
sucedido. Una de mis causas posibles era que ella no había muerto, sino que se
fue de la ciudad y hasta podría haber cambiado de identidad por vergüenza a lo
que dirían su familia y los demás habitantes de la cuidad, al enterarse de que
su marido había abandonado, esto explicaría su desaparición. La segunda era que
ambos se habían mudado, cansados de vivir a la vera de la futura estación de
trenes de carga, y que se habían establecido en otra ciudad y que las dos
discusiones que habían mantenido, tendrían que ver con el tema de dejar todo,
hasta su propia identidad.
Además, lo que más alimentaba mis conjeturas no eran los
dichos y la información recabada, sino que no volví a ver ese destello en las
noches posteriores. Ni volví a escuchar los susurros y las suplicas en el
viento. Tenía sentimientos encontrados, como una suerte de paradoja, pues,
realmente no quería revivir la situación escalofriante de la otra noche, pero a
la vez, si sentía la necesidad de volver a toparme con aquella cosa (por
nombrarle de algún modo hasta que pueda confirmar alguna de mis conjeturas). En
mi afán de querer comprender lo que había visto aquella vez, me desviaba cada
vez más de la única posibilidad que tenía de saber (si es que realmente es eso
lo que quería saber) si lo que vi aquella noche fue real o simplemente delirio
personal. Al final, con el paso de los días, se iban diluyendo mis conjeturas,
pues, cada vez encontraba menos datos certeros, y así, fui perdiendo interés en
seguir buscando.
***
En otra oportunidad, volviendo a casa en mis horarios
habituales, iba semidormido en la butaca del colectivo. Cual mecedora, el ritmo
oscilante de arrancar y frenar en las esquinas, ayudaba a que me sintiera más cerca
del sueño que de la realidad. En Últimos giros por las esquinas del barrio, el
chofer como si lo hiciera a propósito, pasaba por una parte de la calle que se
encontraba llena de baches y nos sacudía de manera importante. Eso me indicaba
que estaba cerca de mi parada, lo que ayudaba, a su vez, a despabilarme y a
prepararme para descender.
Era una noche aclarecida por el reflejo plateado de la luna.
Al pasar por el frente de la casa abandonada, escuche el susurro nuevamente. La
paradoja se hacía evidente; en principio sentí alivio porque estaba deseoso de
que se produzca un encuentro, como para no sentir que el yo el que estaba enloqueciendo.
Pero a la vez, sentía un enorme temor por lo desconocido, porque no tenía
ninguna certeza de qué es lo que producía esta aparición.
Me encontraba en medio de la vereda de la casa, a diferencia
de la otra vez, sentí en esta ocasión que la brisa helada me abrazaba con
suavidad. Mis piernas igualmente se paralizaron, y comenzaba a invadirme el
temor nuevamente y no podía salir huyendo.
En ese momento apareció mi esposa, Laura, que me sacudió un
poco y acusaba que me estaba hablando y que no le prestaba atención. Le
pregunte de inmediato si sentía una brisa o voces sollozando. Ella me contestó
que era probable que estuviera enfermo porque no había brisas ni voces, que solo
estaba ella de frente mío. Fuimos hasta un almacén que estaba cerca para
comprar unas cosas que faltaban en casa y en el trayecto de vuelta, me animé a
contarle la experiencia recurrente tenía al pasar cerca de la casa abandonada.
Laura, ya no creía que estaba enfermo, sino que aseguraba que
estaba demente. Se burlaba como creyendo que yo le tomaba el pelo a ella; luego
se retractaba y decía que probablemente estaba pasando por un pico de estrés e
insistía que tomara vacaciones. Al pasar por el frente de la casa abandonada
miramos los dos hacia el interior y nos quedamos parados un largo rato al lado
del portón oxidado.
Al rato, y cuando estábamos por desistir, vi como una exhalación
que deambulaba en el interior de la casa.
- “Entremos”; le propuse a Laura. Ella me repetía que estaba
loco; que nos iban a denunciar por invasión de propiedad privada. “Si de
verdad crees que estoy loco, no me sigas la corriente, en cambio sí considerás
que estoy y que vivo dentro de mis cabales… y me amas tanto como me lo decís
siempre, acompañame en esta”; por la insistencia, Laura, quedó en una situación
muy incómoda, tenía que decidir en esta encrucijada.
***
El protón oxidado de la entrada tenía una hendija por donde
pudimos entrar, la casa estaba ubicada a unos treinta metros en el interior del
terreno. Caminamos hasta la entrada por un sendero entre el follaje del jardín
descuidado. Subimos por unos escalones que nos llevaron a la galería y luego
teníamos en frente nuestro la puerta de ingreso a la casa. Su madera estaba
casi podrida en su totalidad por el tiempo y la humedad; los pisos de la
galería, también de madera, resistían el peso de nuestro pasar pero crujían con
cada paso que dábamos. Nos encontrábamos agitados no tanto por la caminata en
sí, sino por afrontar lo desconocido de la casona. No tuvimos que hacer
demasiado esfuerzo para entrar, pues, la puerta estaba empotrada en el marco.
Ya en el interior, nos topamos con la escalera que daba a la
planta superior. Hacia la derecha había una abertura que daba a una especie de
living-comedor, se apreciaban distintos muebles cubiertos por telas; y hacia la
izquierda, otra abertura que daba a lo que fue en algún momento la cocina. Escuchamos
ruidos de pisadas arriba, segundos después unos gatos que salían huyendo. Escuchamos
también ruidos de aleteos, que por la hora y la oscuridad no pudios distinguir
qué animal podía ser.
- “¿Qué estamos buscando?”; me preguntó mi mujer. Al no saber
qué contestarle, solo atiné a quedarme en silencio. “Lo escucho, Fabián,
escucho el susurro…”; me dijo. Es en ese momento Laura empezó a creerme.
Subíamos por la escalera y escuchamos una vez más: “No me
pierdas… no me pierdas…”; al mismo tiempo empezó a correr una brisa helada por
entre medio de nosotros. Al llegar al descanso de la planta alta, nos encontramos
con las aberturas de las habitaciones y el baño (ya no tenían puertas); se
apreciaba las persianas que daban hacía el balcón y a lo lejos, el movimiento y
las luces de la calle. La brisa empezó a tomar mayor velocidad y cuerpo y
continuaba circulando entre medio de nosotros, lo que hizo que nos asustáramos
aún más.
De pronto, el susurro cambió: “por fin volviste… por fin… ¡Volviste!”;
mi señora gritó muy fuerte y empezó como a correr en círculos porque no encontraba
la salida. Le tomé la mano y corrimos en dirección a las escaleras. Bajamos lo
más rápido que pudimos y sin darnos cuenta, llegamos hasta el portón de
entrada.
Ya sentados en casa, nos miramos de frente y mi señora empezó
a acribillarme a preguntas: “¿Qué era cosa eso? ¿Cómo es eso que ‘por fin
volviste? ¿Qué significa ‘por fin volviste’?; (y nuevamente) ¿Qué era cosa
eso?”.
No supe cómo qué contestar. Solo movía la cabeza mirando el
suelo. Sin entender qué es lo que había sucedido en la casa abandonada, no hice
otra cosa que quedarme en silencio.
***
Hacía mucho que no veía a mi abuela Ángela. Ella vive en la Metrópolis,
y desde que nos casamos y nos mudamos a nuestra ciudad con Laura, dejamos de
frecuentarla con visitas. Extrañaba su comida y me recibiera con mates y
medialunas. Después de la última experiencia y de lo aterrados que habíamos
quedado, decidimos tomarnos unos días de descanso y aprovechar para verla.
Tenía el presentimiento que este viaje podría ayudarnos con el misterio, no sé
bien cómo o de qué manera.
Mi abuela tenía 90 años. Andaba apoyada en un trípode y
arrastraba los pies, se notaba la pesadez del paso de los años en cada paso. Su
voz se quebrantaba con cada palabra que emitía. Si tenía una increíble lucidez,
como si los años le habrían pasado factura sobre su cuerpo, no así en su
memoria. Solo al vernos llegar, nos reconoció de inmediato y hubo que estar muy
cerca y atentos a ella por temor a que la emoción de vernos le hiciera daño.
En el almuerzo, le preguntábamos a propósito del abuelo,
porque ella se sonrojaba, pues, siempre había sido tímida al hablar del viejo. La Bobe (como le decíamos en la familia
a la abuela) recordó que “el viejo viajaba mucho en sus años mozos. Todavía no
trabajaba en el banco, no andaba tan buenmozo
de saco y corbata”; con el trabajo con el que yo lo conocí de chico. Continuó
diciendo que “el viejo trabajaba para el ferrocarril, tenía un puesto
prestigioso y viajaba mucho a diferentes ciudades, como la que viven ustedes
ahora, para llevar las vías y el progreso del tren a todos lados…”. Había
perdido la cuenta de cuántas veces nos había contado lo mismo, pero siempre fue
grato ver cómo se sonreía al hacerlo. Agitada por el esfuerzo y la emoción, me hizo
señas para que me acercara, se sonrío frunciendo los labios, mientras
acariciaba mi rostro con su mano temblorosa; me miraba fijo con ojos
humedecidos y movía la cabeza, con gesto de que quería decir algo más, pero no
podía hacerlo.
Más tarde, la Bobe
se fue a dormir, decidí acostarme con ella y acompañarla. Sin ninguna
animosidad en particular, solo quería estar su lado. Mientras dormía le
acariciaba sus canosos cabellos y la miraba con una luz tenue que entraba desde
el pasillo. De pronto, mientras que ella dormía comenzó a llamar a mi abuelo y
a balbucear palabras sueltas: “Arturo… Arturo; ¿cuándo vuelves…? Arturo ¿qué
has hecho?”; le tomé la mano para tranquilizarla y ella se agarró con firmeza a
la mía diciendo: “por favor, Arturo, vuelve…”. Luego entro en sueño profundo y
no emitió palabra alguna.
Se terminaba el fin de semana, y a la vez, también se
terminaba nuestra visita. Estábamos por tomar un taxi, cuando la mujer que
cuidaba a mi abuela me hizo llamar. Dentro de la casa nuevamente, mi Bobe me
hacía señas mostrando urgencia. Me puse de frente y ella me abrazo fuerte, y me
dijo al oído: “el viejo anduvo con una vecina tuya, si la ves a Lucrecia, dile
que él lo sentía mucho… dile que él la quiso mucho…”. La Bobe lagrimeo por un
momento y me coloco una cadenita con una moneda colgando que usaba mi abuelo.
“Para la suerte”; fue lo último que dijo para luego volver a sonreír.
Le di un beso en la frente a la Bobe, y por dentro empezaron
a cerrarme muchas de las hipótesis que venía pensando sobre la casa abandonada.
Pero aún, no tenía idea de cómo podía transmitir ese mensaje. Sé que mi abuela
supo desde el primer momento en que llegue a su casa, por qué fui a visitarla. Ella
lo supo desde siempre, antes que yo, tal vez intuición de vieja nomás. Sé que
tenía que cerrar una historia que mi abuelo había dejado abierta hace mucho
tiempo, pero no sabía cómo.
***
Bajé del colectivo y caminé en dirección a casa. Esa noche
percibía un aroma a jazmines mezclados con azares de naranjo por todos lados. Caminaba
distraído pensando en las tareas que me habían quedado pendientes del trabajo.
A medida que me acercaba a la casa abandonada, el perfume era más penetrante y
no me di cuenta de este detalle hasta no estar de frente al inmueble.
Reconocí un pañuelo que mi mujer usaba con frecuencia en su
cuello que se encontraba atado al portón de entrada de la casona. De pronto, me
vino una suerte de desesperación y busqué mi celular para comunicarme con ella.
Al instante, empezó el celular de Laura comenzó a sonar en el interior de la
casa. Sin dudarlo un momento más, entré y comencé a correr en dirección al
interior de la casa.
Encontré el teléfono en el piso y no dejó de sonar hasta que finalicé
la llamada. Con voz temblorosa y susurrante la llamaba: “Laura… Laura, ¿dónde estás?
Laura…”.
- “El tiempo me ha castigado con tu ausencia…” se escuchó
como respuesta. Era el timbre de voz de Laura, pero a la vez no la reconocía
como suya; insistí llamándola, pero lo que se escuchó como respuesta fue: “por
favor, no me pierdas otra vez…”. Sentí la brisa helada que me atrapaba con firmeza;
vi que Laura se acercaba a mí con paso lento pero firme y con cada paso, se
levantaban como vuelos de su vestido blanco. Cuando estuvo cerca, pude ver que
ella no era mi mujer, era Lucrecia que personificándose en el cuerpo de mi
Laura. Caí de rodillas al suelo llorando y Lucrecia acariciaba el cabello, de
pie a mi lado.
- “¿Qué le hiciste a Laura, dónde está?; le pregunte con gran
congoja.
- “Después de tanto tiempo de esperarte, sólo te importa ella…
y mi tiempo ¿no cuenta?”; se notaba un tono de enfado en la voz de Lucrecia;
- “Solo estoy preocupado en su bienestar”, le contesté
temeroso.
De pronto, ella lanzó una pregunta que por la que había
esperado tanto pronunciar:
- “¿Por qué, Arturo, por qué te fuiste?” De repente, toda la
casa se iluminó con luz natural, como si fueran las cuatro de la tarde. Ya no me
encontraba en el piso, sino parado de frente a Lucrecia, vestido con ropa de
época. A unos metros vi en el reflejo de un espejo que yo estaba personificando
a mi abuelo. En ese momento me quedó todo claro: mi sangre es la que llevaba la
marca de las cosas inconclusas que dejó mi abuelo en su juventud; la misma
sangre es la que debía cerrar esta historia.
- “¿No te gusta, Arturo, que estemos juntos de nuevo? Esta es
una nueva oportunidad que el amor nos da para que podamos compartir nuestras
vidas juntos…”; dijo Lucrecia, esperanzada de tener a mi abuelo frente a
frente. Me abrazó cálidamente, como si nunca se hubiese separado de mi abuelo.
Fue en ese momento que recordé las palabras de mi abuela: “si
la ves…dile que lo sentía mucho… dile que él la quiso mucho…”. Levante la
cabeza, miré de frente a Lucrecia y dije con mucha consternación, con mucho pesar
y mucho dolor: “perdón, Lucrecia, no quise…, no pude y tuve miedo... ¡Lo
siento!”.
La dama de blanco rompió en lágrimas. Quise acercarme para
contenerla, y un estruendoso rayo de luz interrumpió la escena, un fuerte
viento invadió toda la casa haciendo volar el polvo y telas que cubrían los
muebles. Cuando abrí los ojos estaba nuevamente de rodillas en la planta alta
de la casa y Laura entre mis brazos. Una luz blanca y resplandeciente se dirigió
en nuestra dirección, con una voz clara y dulce dijo: “¡gracias…!”; luego despareció.
Con Laura nos abrazamos fuerte y nos preparamos para salir de la casona.
Al bajar las escaleras, empezamos a escuchar un rechinar
constante de madera. En planta baja, el sonido era aún más constante, como que
toda la estructura de la casa comenzara a ceder. Entre las maderas y la
alfombra del piso de la sala del living, se vislumbraba el mismo destello de
luz que tenía la dama de blanco.
Levantamos la alfombra y quitamos el parque viejo del piso y
vimos que Lucrecia, en nunca se marchó, siempre estuvo allí dentro de la casa;
la casa en realidad nunca estuvo abandonada. No sabremos nunca como acabó allí,
si sus familiares, mi abuelo u otras personas, además de nosotros, la habrán
buscado. Lo único cierto es que Lucrecia estaba ahí, frente a nosotros una vez
más. En ese momento, tuve el reflejo de quitarme la medalla que era de mi
abuelo y la dejé junto al esqueleto vestido de blanco.
Con Laura queríamos volver a taparla, pero empezaron a caer
pedazos del techo por todos lados y tuvimos que salir corriendo de la casa. Cruzamos
el jardín y de ahí hasta la vereda para estar a salvo. Cuando nos dimos vuelta
para contemplar el derrumbe ya no quedaba nada de la vieja casa.
Días después, la municipalidad local, removió los escombros
de la casona, limpio el parquizado y modificó el terreno para convertirlo en
una plaza. De Lucrecia, o de lo que quedaba de su cuerpo, no supimos nada más.
En ocasiones, salimos con Laura a pasar la tarde y a tomar
unos mates en la nueva plaza y sentimos que corre una brisa helada en pleno
verano que nos recuerda a Lucrecia. Otras veces, al volver del trabajo y cruzar
por la plaza, me pregunto en silencio: ¿qué habrá pasado con ella? Y la brisa
susurra una respuesta: “aquí estoy… esperando".
29/07/2016