sábado, 2 de enero de 2016

La fuga



De chico tenía algunos problemas de atención, lo que provocaba que sea un pibe que no se quedara quieto bajo ninguna circunstancia; saltando de aquí para allá todo el tiempo; con pilas que no se agotaban ni después de estar todo el día en la pileta, por ejemplo, ni después de haber estado paseando en mi karting a pedales por toda la plaza del barrio; me trepaba a los arboles gomeros de la plaza y me colgaba de las ramas; en fin, tuve una infancia fabulosa, pero mis padres y hermanos, no opinaban lo mismo.


En las fiestas de cumpleaños, propias o ajenas, era el primero en llegar y el último al que buscaban, no sé bien si por que en casa no me aguantaban demasiado o porque querían que descargue la mayor cantidad de energía afuera, para que al regresar no anduviera tan eufórico. Al llegar la noche, para no desentonar, le peleaba al sueño para no dormirme: imaginaba que era un caballero antiguo que iba cabalgando, cual Quijote de la Mancha, luchando contra las sombras que querían adormecerme; también divagaba en ser un corredor de auto y que alcanzaba velocidades limites para escapar de las horas nocturnas.


Cerca de finalizar el primer grado de la escuela, llegó una invitación de cumpleaños de un compañerito. El año anterior lo había realizado en un salón, pero en esta oportunidad sus padres habían decidido hacerlo en su casa para acotar costos. El cumple empezaba a las cuatro de la tarde con una clásica chocolatada, según informaba la tarjeta, y finalizaría a las nueve de la noche. Como no podía ser de otra manera, desde que me desperté esa mañana, mi energía estaba al tope y a  cada preguntaba a mi mamá atolondrado: ¡¿cuánto falta para ir a la fiesta?!


A la siesta, me bañé y me perfumé, siempre iba prolijo aunque no volvía nunca de la misma manera; peinado con gel, raya al costado haciendo resaltar mis cachetes; zapatos semiacharolados última moda de la época, que volverían de color gris topo al finalizar la fiesta.


Al llegar a la casa de mi compañero, uno de sus hermanos más grandes me abrió la puerta y me llevó hasta el patio donde estaban el resto de los chicos y el cumpleañero. En un extremo del patio se ubica el comedor, donde habían dispuesto una mesa larga para servir los clásicos snacks, los vasos plásticos y gaseosas de varios sabores. El chocolate todavía no estaba preparado. A todo esto se le sumaban los sanguchitos, las empanadas y los infaltables panchitos.


Estábamos comiendo en el comedor, cuando llegó el mago autoproclamado “El Magnífico” a quien ya conocíamos por sus presentaciones en la escuela. Como era de esperar, el cumpleañero fue el primer elegido para participar del espectáculo, resultando ser un gran colaborador; ni su padre se salvó de El Magnifico porque fue “atrapado” cuando justo entraba al comedor… y también resulto ser un gran ayudante. Por último, tuve la suerte de ser elegido para ¡el gran final! pero un compañero más grandote, me apartó empujones para quedarse al frente, por lo que terminó ayudando al mago a hacer el cierre.


Ante tanta impunidad y burla porte de todos, me fui del comedor por el único camino que conocía: atravesando una galería con la que se comunicaba el garaje, que finalmente me llevaba a la vereda. Me encontré con el portón que estaba abierto; creí reconocer algunas casas, edificios y locales comerciales de la misma cuadra.


Al escuchar las risas y los aplausos desde la entrada, entendí que el show de “El Magnífico” había concluido, lo que me provocó mucha indignación y broca. Empecé a caminar en la noche. A dos cuadras, reconocí la estación de servicio, mi escuela y el local de ventas de luminarias que tenía colgadas en las vidrieras las más varias arañas con piedras, vidrios y colores. A cada vez me familiarizaba más con la ruta escogida para escaparme, que resultó ser muy iluminado y transitado;  no había tenido la oportunidad de pasar frecuentemente por allí a horas nocturnas. Mi confianza se acrecentaba porque reconocía las cuadras y veredas y negocios, del recorrido que hacíamos con mi abuela cuando me buscaba de la escuela; volvíamos siempre caminando, pues, ella debía hacerlo por problemas salud.


El momento más excitante fue al llegar al cruce de las avenidas principales. Había mucho tránsito de vehículos de todo tipo: colectivos, autos grandes y pequeños, camionetas, algún que otro camiones de porte chico y motos en cantidad y variedad. Al llegar a la esquina del cruce, recordé que mi abuela me decía siempre que se debía cruzar solamente en rojo. Esperé varios minutos para cruzar, no porque el semáforo no me lo permitiera, sino porque me había quedado pasmado ante tanto movimiento, dinámica y luces.


Logro concentrarme para poder cruzar de una vez por todas, luego de haber estado contemplando todo el movimiento y estudiado los turnos de los semáforos. -“¡Rojo!”, me grite a mí mismo y corrí raudamente hasta la platabanda, donde descansé para el próximo turno agazapado para salir corriendo. -“¡Rojo!”, otra vez máxima potencia en las piernas para llegar a la otra esquina. Por un momento creí que había corrido una maratón, pero al darme vuelta, ya no contemple la majestuosidad que me había dejado perplejo al principio. Sentí que había avanzado una etapa de mi vida, como los niveles del videojuego; sentí que en esos casi veinte pasos que necesite para cruzar las avenidas, habían sido veinte pasos que me habían hecho más grande. 


Luego de un par de cuadras más en línea recta y otras más hacía la izquierda, me encontré de visita casa de mi abuela. Pero la fuga no duró mucho.


Mis padres empezaron a buscarme desesperadamente cuando se dieron con que no estaba en el cumpleaños. Nunca pensaron, ni se imaginaron lo que había sucedido; no hasta que “mi abu” llamó a mi casa para preguntar si me podía quedar a dormir con ella. Al enterarse, mis viejos llegaron al instante. Primero me abrazaron fuerte, pues de verdad habían estado preocupados (casi que realizan una denuncia policial), luego me preguntaban qué había pasado. Pero no me dieron oportunidad a que relatara toda mi gran aventura… me zarandearon y me decían efusivamente: -¿Estás loco?; -¡¿Cómo se te ocurre escaparte del cumpleaños…?! ¡Algo podría haberte pasado! Al mismo tiempo me revisaban si no tenía heridas o raspones. Afortunadamente, mi mamá que siempre logra ver el lado positivo a las cosas, terminó alabando mi valentía en el cruce de las avenidas, mi decisión ante una injusticia y como premio final, permitieron que me quedara con mi abuela a dormir esa noche.


No tenía capa esa noche, pero me sentía un superhéroe…


21/12/2015

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