De chico tenía algunos problemas de atención, lo que
provocaba que sea un pibe que no se quedara quieto bajo ninguna circunstancia;
saltando de aquí para allá todo el tiempo; con pilas que no se agotaban ni
después de estar todo el día en la pileta, por ejemplo, ni después de haber
estado paseando en mi karting a pedales por toda la plaza del barrio; me
trepaba a los arboles gomeros de la plaza y me colgaba de las ramas; en fin,
tuve una infancia fabulosa, pero mis padres y hermanos, no opinaban lo mismo.
En las fiestas de cumpleaños, propias o ajenas, era el
primero en llegar y el último al que buscaban, no sé bien si por que en casa no
me aguantaban demasiado o porque querían que descargue la mayor cantidad de
energía afuera, para que al regresar no anduviera tan eufórico. Al llegar la
noche, para no desentonar, le peleaba al sueño para no dormirme: imaginaba que
era un caballero antiguo que iba cabalgando, cual Quijote de la Mancha, luchando
contra las sombras que querían adormecerme; también divagaba en ser un corredor
de auto y que alcanzaba velocidades limites para escapar de las horas
nocturnas.
Cerca de finalizar el primer grado de la escuela, llegó una
invitación de cumpleaños de un compañerito. El año anterior lo había realizado
en un salón, pero en esta oportunidad sus padres habían decidido hacerlo en su
casa para acotar costos. El cumple empezaba a las cuatro de la tarde con una clásica
chocolatada, según informaba la tarjeta, y finalizaría a las nueve de la noche.
Como no podía ser de otra manera, desde que me desperté esa mañana, mi energía
estaba al tope y a cada preguntaba a mi
mamá atolondrado: ¡¿cuánto falta para ir a la fiesta?!
A la siesta, me bañé y me perfumé, siempre iba prolijo aunque
no volvía nunca de la misma manera; peinado con gel, raya al costado haciendo
resaltar mis cachetes; zapatos semiacharolados última moda de la época, que
volverían de color gris topo al finalizar la fiesta.
Al llegar a la casa de mi compañero, uno de sus hermanos más
grandes me abrió la puerta y me llevó hasta el patio donde estaban el resto de
los chicos y el cumpleañero. En un extremo del patio se ubica el comedor, donde
habían dispuesto una mesa larga para servir los clásicos snacks, los vasos
plásticos y gaseosas de varios sabores. El chocolate todavía no estaba preparado.
A todo esto se le sumaban los sanguchitos, las empanadas y los infaltables
panchitos.
Estábamos comiendo en el comedor, cuando llegó el mago autoproclamado
“El Magnífico” a quien ya conocíamos por sus presentaciones en la escuela. Como
era de esperar, el cumpleañero fue el primer elegido para participar del
espectáculo, resultando ser un gran colaborador; ni su padre se salvó de El
Magnifico porque fue “atrapado” cuando justo entraba al comedor… y también
resulto ser un gran ayudante. Por último, tuve la suerte de ser elegido para ¡el
gran final! pero un compañero más grandote, me apartó empujones para quedarse
al frente, por lo que terminó ayudando al mago a hacer el cierre.
Ante tanta impunidad y burla porte de todos, me fui del
comedor por el único camino que conocía: atravesando una galería con la que se
comunicaba el garaje, que finalmente me llevaba a la vereda. Me encontré con el
portón que estaba abierto; creí reconocer algunas casas, edificios y locales
comerciales de la misma cuadra.
Al escuchar las risas y los aplausos desde la entrada,
entendí que el show de “El Magnífico” había concluido, lo que me provocó mucha
indignación y broca. Empecé a caminar en la noche. A dos cuadras, reconocí la
estación de servicio, mi escuela y el local de ventas de luminarias que tenía
colgadas en las vidrieras las más varias arañas con piedras, vidrios y colores.
A cada vez me familiarizaba más con la ruta escogida para escaparme, que
resultó ser muy iluminado y transitado; no había tenido la oportunidad de pasar
frecuentemente por allí a horas nocturnas. Mi confianza se acrecentaba porque
reconocía las cuadras y veredas y negocios, del recorrido que hacíamos con mi
abuela cuando me buscaba de la escuela; volvíamos siempre caminando, pues, ella
debía hacerlo por problemas salud.
El momento más excitante fue al llegar al cruce de las
avenidas principales. Había mucho tránsito de vehículos de todo tipo:
colectivos, autos grandes y pequeños, camionetas, algún que otro camiones de
porte chico y motos en cantidad y variedad. Al llegar a la esquina del cruce,
recordé que mi abuela me decía siempre que se debía cruzar solamente en rojo. Esperé
varios minutos para cruzar, no porque el semáforo no me lo permitiera, sino
porque me había quedado pasmado ante tanto movimiento, dinámica y luces.
Logro concentrarme para poder cruzar de una vez por todas,
luego de haber estado contemplando todo el movimiento y estudiado los turnos de
los semáforos. -“¡Rojo!”, me grite a mí mismo y corrí raudamente hasta la
platabanda, donde descansé para el próximo turno agazapado para salir
corriendo. -“¡Rojo!”, otra vez máxima potencia en las piernas para llegar a la
otra esquina. Por un momento creí que había corrido una maratón, pero al darme
vuelta, ya no contemple la majestuosidad que me había dejado perplejo al
principio. Sentí que había avanzado una etapa de mi vida, como los niveles del
videojuego; sentí que en esos casi veinte pasos que necesite para cruzar las
avenidas, habían sido veinte pasos que me habían hecho más grande.
Luego de un par de cuadras más en línea recta y otras más
hacía la izquierda, me encontré de visita casa de mi abuela. Pero la fuga no
duró mucho.
Mis padres empezaron a buscarme desesperadamente cuando se
dieron con que no estaba en el cumpleaños. Nunca pensaron, ni se imaginaron lo
que había sucedido; no hasta que “mi abu” llamó a mi casa para preguntar si me
podía quedar a dormir con ella. Al enterarse, mis viejos llegaron al instante.
Primero me abrazaron fuerte, pues de verdad habían estado preocupados (casi que
realizan una denuncia policial), luego me preguntaban qué había pasado. Pero no
me dieron oportunidad a que relatara toda mi gran aventura… me zarandearon y me
decían efusivamente: -¿Estás loco?; -¡¿Cómo se te ocurre escaparte del
cumpleaños…?! ¡Algo podría haberte pasado! Al mismo tiempo me revisaban si no tenía
heridas o raspones. Afortunadamente, mi mamá que siempre logra ver el lado
positivo a las cosas, terminó alabando mi valentía en el cruce de las avenidas,
mi decisión ante una injusticia y como premio final, permitieron que me quedara
con mi abuela a dormir esa noche.
No tenía capa esa noche, pero me sentía un superhéroe…
21/12/2015
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