El tiempo
es veloz, tu vida esencial… (David Lebbón)
Esa mañana, me
costó levantarme, más de lo habitual. Intentaba y volvía a intentar abrir los
ojos; el cuerpo estaba pegado a la cama, como si tuviera un yunque apoyado
sobre el pecho; y para completar, el despertador programado en el celular, no
paraba de sonar desde las 6:20 de la mañana.
Al fin, cuando
logré levantarme, comenzó mi rutina diaria: poner la pava para hacer una taza
de café bien cargado, como para despabilar las ideas y quitar el sabor amargo
de la boca; mientras tomaba el desayuno,
me iba vistiendo en la cocina, llevaba una silla donde allí ponía la ropa con
la que andaría todo el día; abro la ventana para sentir la temperatura
ambiente, esa mañana estaba bastante más fría de lo que me imaginaba; Por
último, luego de lavarme, me abrigaba para salir.
Ya en la
esquina, yendo a la parada del colectivo, veo a la distancia que justo mi bondi
pasaba semivacío, y al ver que no lo iba a poder alcanzar, desaceleré el paso,
pues, el próximo pasaría en diez minutos; lo que me daba tiempo más que
suficiente para llegar y esperarlo.
Parecería ser
que mis neuronas se durmieron por un momento, porque no recuerdo el instante en
que subí y buscar un lugar en el pasillo del colectivo para poder viajar
parado, pero cómodo hacia mi trabajo. Lo que sí recuerdo, era ver mi reflejo en
la venta. Juro que no lograba reconocerme. Es decir, me veía a mí mismo: mi
barba, mis ojeras, mi ropa, los auriculares en los oídos, la mochila al hombro,
las entradas en mi frente; era yo, pero no me podía reconocer. ¿Habría crecido
tanto desde las 6:20 hasta las 7:00 am? Era un pregunta que no podía
responderme; no tenía argumentos para hacerlo; es más, no sabría que decir para
complacerme, a mí mismo, con una respuesta válida.
Me miraba
profundamente en ese reflejo, a pesar de lo difuso que se podía apreciar; era
tan profunda que podría haber distinguido hasta el color de mis pupilas; me
autohipnotizaba de solo verme. No había nada más que llame tanto mi atención.
Ni los bocinazos de los vehículos, ni las frenadas de golpe del colectivo, ni
la gente que subía y bajaba, ni el ruidito de la máquina para pasar la tarjeta
y marcar el boleto, ni siquiera la música en mis oídos. El duelo estaba más que
claro: quería reconocerme en esa imagen, la que devolvía el vidrio de la
ventana.
Vi, en los
ojos del reflejo, que mi vida se había acelerado de una manera extraordinaria,
como presionar el FF (fast fower) del
control remoto, adelantando lo que sucediera en una película. En unos segundos,
vi cuándo me graduaba; cómo sufría con algunos amores en el secundario; me vi
también en una entrevista para ingresar a mi primer trabajo, y hasta sentí, por
unos instantes, el mismo temor, ansiedad y presión de aquel entonces. Vi en la
pupila del hombre en el reflejo, la cita con la cuál conquiste a mi mujer; el
casamiento, la cena, el brindis, el baile, las luces, sentí los olores y los
perfumes de esa magnífica noche; vi cuando arrancaba por primera vez mi primer
automóvil, era un usado que me costó varios años de sacrificado ahorro; en el
mismo momento, vi cómo convertía desde el primer gol y hasta el último, en cada
partido de futbol jugado con mis amigos. Me vi en los asados, de invitado o de
asador. Vi el día que me salió la primera cana en la sien, y hasta cómo mi
barba paso del color negro cobrizo a gris, para luego llegar al plateado y
terminar finalmente en blanco. Me vi vestido con otras ropas y también desnudo;
de traje y corbata, de bermuda y ojotas, de jeans y remera o de gabardina y camisa
dentro del pantalón. Vi cuando usé el pelo a la altura de los hombros, y cómo,
a medida que se iba adelantando el tiempo, se iba acortando de repente, acorde
al mismo avance.
En esa mirada
profunda, el tiempo era muy relativo; no porque no pasara, todo lo contrario,
el ritmo del tiempo era por demás acelerado. Los segundos eran una exhalación,
tanto que podría ser imperceptible el movimiento de las agujas de un reloj.
Sería como verme entrar en un cono aceleradamente silencioso y caótico; vi que
mis descansos, en las horas nocturnas o diurnas, eran apenas suspiros; donde no
llegaba a acostarme, que ya era momento de levantarse; incluso me vi en esa
misma mañana antes de subir al colectivo.
Vi también
avejentar a mis seres más cercanos, los más queridos y los no tanto, los
recordados y los olvidados; me dolió ver a mi mujer en un añejamiento veloz,
hasta me sentía responsable de ello. Temí que al bajar de éste viaje,
encontrará a todos igual o más viejos que yo, porque pensaría que la culpa es
mía, por no haber hecho nada para detener este viaje antes. Temí también, que
la situación fuera tal, que se tornara irreversible. Temí por ellos, de no
poder hacer nada contra el paso fugaz del tiempo, de no tener las herramientas
para protegerlos del desgaste, de no poder advertirles de las consecuencias…
temí de no poder.
Por un momento
parpadeé y casi supe quién era, cómo me llamaba o cuántos años tenía. Pero me
engañaba, los reflejos mienten desde el primer momento, porque nunca dejarán de
ser un replica de uno mismo; desde su concepción hasta su asesinato alejándonos
de ellos. Nos mienten porque ellos nos dicen cómo debiéramos estar, cómo
debiéramos pensar, cómo debiéramos sentir, cómo debiéramos actuar. Los reflejos
nos mienten en un presente aparente, pues, muestran lo que los ojos de los
demás quieren ver, quieren sentir y quieren tocar; nunca dicen lo que uno mismo
insatisfactoriamente quiere. Mi reflejo mentía lo que me mostraba. No era real
que esa mañana había desayunado y me había vestido en la cocina; no era real
que haya caminado hasta la parada y se me haya pasado el colectivo; no era real
que mi reflejo me mostrara un tipo blancamente avejentado, al igual que a mi
familia. Es por eso que no me reconocía en lo que veía de frente en aquel
vidrio, porque ese YO reflejado, no
era lo que soy en realidad. No es lo que veía reflejado lo real, sino lo que no
muestra ese mismo reflejo, por miedo a no ser aceptado
Volví a
parpadear, pero esta vez, no estaba parado en el pasillo del colectivo; estaba
sobre la falda de una mujer. Ella discutía con el inspector del viaje, que no
yo debía pagar el boleto, porque los menores de cuatro años viajan sin cargo.
Es en ese momento que logro reconocerme. Ahora el reflejo muestra un pibe con
un delantal de jardín maternal, que no entiende de boletos ni de edades y que
el único tiempo que reconoce, es cuando tocan el timbre para ir al arenero con
sus compañeritos de juego.
05/05/15
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