“Erase que se era, cuenta el
libro, un señor de vasto señorío. Todo le pertenecía…” (Historia
del lagarto que tenía la costumbre de cenar a sus mueres - Mujeres - Eduardo
Galeano)”
La batalla
por la tierra empezó. Yo pude soñarla, pude anticiparme a lo que iba de
suceder. No sé cómo explicarlo, es como que lo había vivido en otro momento. Lo
soñé por alguna razón, para poder cambiar el resultado original de las cosas
hasta el momento; para tener una nueva oportunidad; para poder realmente
enfrentarme, más que contra el Rey y su ejército, enfrentarme contra mí mismo,
mi realidad y la realidad de mis pares. Lo que
soñé fue épico. Lo que soñé fue al ejército del Rey, pasarnos por encima de
frente y por retaguardia. Soñé no que perdíamos la batalla, sino el honor y la
posibilidad de ser libres.
Eran los
días previos al enfrentamiento; nos habíamos cansado del hacinamiento; y, por
sobre todas las cosas, estábamos hartos de ver morir a los nuestros por la
hambruna y la peste. El rey se había autoproclamado dueño, amo y señor de todo
el territorio. Como era de esperarse, él se había quedado con una gran
extensión para sus lujosos aposentos. A nosotros nos amontonaba cual animales
en una especie de galpón gigantesco sin divisiones, sin más abrigo que los
cuerpos de nuestros propios vecinos.
Por las
mañanas, una cuadrilla de soldados, promediando los cincuenta hombres entre
infantería y caballería, nos iban a buscar abriendo la puerta en forma de
cerca, nos daban las herramientas de labrado y nos guiaban hacia los cultivos
para el trabajo diario.
Esa
mañana, empecé a divulgar mi sueño a los más cercanos. Algunos de los nuestros,
habían sido traídos de lugares remotos; eran de diferente contextura física,
eran de diferentes colores, algunos pintados otros ya percudidos por el sol;
pero todos, sin hablar la misma lengua, sabían lo que les estaba contando sobre
mi sueño; entendían que ya no debía ser más un sueño, que debíamos hacer algo
para cambiarlo. Ese día trabajamos durísimo, pasamos la voz, los ceños y las
mandíbulas fruncidas, nos esperaba una larga noche de deliberación y
organización.
Una vez
guardados y retirados los guardias, fui el primero en levantar la voz:
-Ya basta
de soñar con un presente diferente. Basta de vivir así. Seamos héroes para la
memoria ajena y no mendigos de la historia. En nuestras manos está la
posibilidad de cambiar nuestras vidas.
No hacía
falta mucha retorica, nosotros no entendíamos de esas actividades cortesanas.
Nos habíamos propuesto dos objetivos esa noche: morir por nuestra libertad y
sobrevivir para contarlo.
Al salir
el sol, la cuadrilla diaria fue a levantarnos. Nosotros estábamos listos. Nos
dieron las herramientas para trabajar y comenzamos la caminata hacia las
tierras de labrado. Teníamos que ser muy precisos. El aire estaba muy tenso en
nuestras filas. Luego de una colina hacia abajo, llegábamos a las tierras,
donde había una decena más de soldados. Todos ellos, los guardias y la
cuadrilla estaban armados ligeramente, lo que permitiría una batalla cuerpo a
cuerpo.
Antes de
distribuirnos en nuestros trabajos forzados, grité con todas mis fuerzas la
señal de ataque. Debíamos tenerlos a todos los guardias cerca, para evitar la
escapada. Para muchos de nosotros, fue nuestra primera batalla; un par de
centenares de trabajadores de la tierra contra unos pocos soldados bien
entrenados y bien alimentados.
El reyuno
no iba a ser nuestro, hasta no enfrentar a todo el ejército del Rey. Dimos el
primer golpe sin muchas bajas. Un solo jinete se nos escapó, lo que nos llevaba
a pensar que la réplica real, sería inminente. Ese mediodía, todos nosotros,
sin distinción de edades o géneros, fuimos soldados.
Ofendido
el orgullo real, Su Majestad en persona marchaba al frente de todo su cuerpo
militar. Sumaban un total de cuatrocientos soldados, según alguno de los
nuestros que sabía contar, para los que no sabíamos, observábamos columnas
humanas marchar hacia nosotros. Esta vez, se daría la batalla final: nuestras
vidas por la rebelión en el reyuno. Después de ese día, seríamos libres de
cualquier forma.
Frente a
frente el ejército real y los labradores revolucionarios. El Rey ansioso por
demostrar su potestad, lanzó el ataque. Nosotros corrimos hacía un bosque de
alamedas atrás nuestro para protegernos de la primera envestida. Solamente con
los quince arqueros que tenía, podía disminuir considerablemente nuestro
número, pero su soberbia real lo segó. Desde los álamos, saltaban los
milicianos sobre la infantería y sobre los caballos. Magistral mente el único
que aún quedaba sobre la bestia, era Su Majestad. Poco a poco, fueron cayendo
de ambos lados. Nuestros hombres, mujeres y niños, peleaban con toda ferocidad.
Los arqueros disparaban flechas en línea recta, para evitar bajas propias. Una
flecha perdida, le dio al mismísimo Rey en el hombro, en el mismo momento que
lográbamos derribar su caballo. Mezclado entre la multitud de cuerpos, quiso
escapar cuando un grupo de nuestras mujeres, se abalanzó sobre él, abatiéndolo
a golpes y a cullidas. Los soldados que quedaban en pié, comenzaron su
retirada.
Al
anochecer de ese día, con antorchas llegamos a las puertas del palacio. La
guardia se veía drásticamente reducida. Sin mucho esfuerzo entramos hasta el
patio central, obligando a la retirada de la corte del Rey. Terminada la
cobarde huida, quemamos todo el lugar.
Al
siguiente día, de las cenizas del lugar, empezamos a construir nuestro pueblo y
a trabajar la tierra. En esta oportunidad: el trabajo sería para todos. No
habría lujos que envidiar, lo producido era compartido por todos. A partir de
ese momento, esas tierras dejaron de ser “El Reyuno” para llamarse “Libertad”.
22/08/2015
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