sábado, 3 de marzo de 2018

Florero

…a mis Tata y Mima

Le acomodaba el cuello de la blusa porque estaba doblado, Bernardo era insoportablemente jodido con esos detalles, los cuales para su mujer, Dora, eran totalmente irrelevantes. Estuvieron juntos más de la mitad de sus vidas; eran de esas personas que se mimetizaban el uno con el otro, que se hablan con la mirada; degustaban los placeres pequeños y los maximizaban apoyándose en el otro, desde el sabor de una tarta de coco hasta los mates amargos de la tarde; se disfrutaban juntos caminando de la mano en la cuadra de su casa o en los paseos de compras por el almacén o la panadería.

Bernardo acariciaba el suave rostro frío de Dora, la yema de sus dedos texturados por la espereza de los años y por el excesivo trabajo de carpintero de toda su vida. Ellos no tenían lujos, vivían justos, bien, tranquilos con la jubilación de autónomo de él y de maestra de  ella. Al final de sus días ya no planificaban tareas o viajes, sino que vivían los momentos sabiéndose que cada uno de ellos, cualquiera fuere, por mas cotidiano que sea, podría ser efectivamente el ultimo. Tampoco les interesaba el noticiero ni las novelas de la tarde, preferían mirar por la ventana del hall hacia la calle o sentarse alrededor de su mesita de mate en el fondo de la casa mientras arreglaban el jardín.

Bernardo le arreglaba el rulo del flequillo a Dora. Desde que se conocieron fue así, pues ella tenía el cabello rebelde e hipersensible a la humedad. Estaban solos, pues no pudieron concebir hijos, y con el tiempo, no es que se resignaron, sino que se resguardaron en ellos mismos de todas las terapias alternativas e invasivas que fueron demoliendo sus aspiraciones; y también se resguardaron de la burocracia del estado, que lenta y muy perezosa le negó la ilusión de poder recibirse de padre y madre porque ya “eran entrados de edad”.

Bernardo definitivamente era el jodido en los detalles… cortaba flores de su propio jardín para Dora. A diario ella se amanecía con una rosa, un clavel o una cala indistintamente en la mesa de la cocina, en un florero muy delicado. Y cuando no tenía ninguna de estas flores, bastaba solo con flores silvestres o aromáticas para empezar con mejor semblante a la mañana. Esta ocasión era especial, y fue un enorme ramo con todas las flores del jardín, como lo hacía en otras ocasiones especiales. Todas prolijamente cortadas.

Bernardo dejó de respirar por un instante, prácticamente el mismo tiempo en que Dora lo hacía. Se iba su vida en el mismo segundo que su vida (Dora) se le estaba marchitando. Es verdad lo que dice la gente: “con cada muerte morimos también un poco cada uno”. Un poco o una gran parte de nuestra existencia desaparece cuando el otro se nos va. Bernardo sentía cómo su vida se le iba en cada latido; y con cada latido, un recuerdo de su vida junto a Dora se iba diluyendo también.

El silencio que quedó en la casa en las mañanas, en los mates de la tarde, en el arreglo del jardín, fue consumiendo lo que quedaba de su vida. Ya no había en quién apoyarse al caminar para salir a hacer las compras, ni comentarios u opiniones de cómo quedaría un arreglo nuevo o una planta nueva en el jardín.

Si. Quedaba el silencio que gritaba a viva voz la ausencia de vida, la ausencia de historia, la ausencia del ser, la ausencia del compañero. Ese silencio fue matando de una forma totalmente impune al que quedaba. No fueron las palabras no dichas, no fue el sentimiento de extrañeza, no fue la soledad, sino el silencio perpetuo de los espacios antes compartidos fue lo que terminó con la vida de Bernardo.

Más que un relato de cómo va consumiendo la soledad a una persona, es un relato de cómo una persona se entregó para acompañar en la muerte a su compañera. Él había cortado todas las flores del jardín por esta ocasión especial, la despedida de Dora. Ella toda tiesa y firme en su refugio final construido por las mismas manos que le acariciaban por última vez. Él le acomodaba el cabello, que aunque sin vida ya, le seguía dando dolores de cabeza. Le acomodaba la blusa porque su cuello no debía desentonar. Bernardo acariciaba el rostro suave y frío de Dora en su sueño profundo con sus manos ásperas. Sus dedos recordaban, en cada centímetro que iban acariciando, todas las caricias juntas que habían dado a lo largo de los años junto a su compañera; y a su vez, empezaba a extrañar las caricia que ellos mismos no darían más. Nació entonces un anhelo de reencuentro, con el deseo también de que sea pronto.

La muerte los separó físicamente aunque creo que ambos murieron el mismo día, el momento de Bernardo fue unos años más tarde. Mientras tanto, la tumba de Dora amanecía todos los días con una flor diferente, en un florero muy delicado y prolijamente acomodado.

01/03/2018

No hay comentarios:

Publicar un comentario