…a mis Tata y Mima
Le acomodaba el cuello de la
blusa porque estaba doblado, Bernardo era insoportablemente jodido con esos
detalles, los cuales para su mujer, Dora, eran totalmente irrelevantes. Estuvieron juntos más de la mitad de sus vidas; eran de esas personas que se mimetizaban el
uno con el otro, que se hablan con la mirada; degustaban los placeres
pequeños y los maximizaban apoyándose en el otro, desde el sabor de una tarta
de coco hasta los mates amargos de la tarde; se disfrutaban juntos caminando de
la mano en la cuadra de su casa o en los paseos de compras por el almacén o la
panadería.
Bernardo acariciaba el suave
rostro frío de Dora, la yema de sus dedos texturados por la espereza de los
años y por el excesivo trabajo de carpintero de toda su vida. Ellos no tenían
lujos, vivían justos, bien, tranquilos con la jubilación de autónomo de él y de
maestra de ella. Al final de sus días ya
no planificaban tareas o viajes, sino que vivían los momentos sabiéndose que
cada uno de ellos, cualquiera fuere, por mas cotidiano que sea, podría ser
efectivamente el ultimo. Tampoco les interesaba el noticiero ni las novelas de
la tarde, preferían mirar por la ventana del hall hacia la calle o sentarse alrededor
de su mesita de mate en el fondo de la casa mientras arreglaban el jardín.
Bernardo le arreglaba el rulo del
flequillo a Dora. Desde que se conocieron fue así, pues ella tenía el cabello
rebelde e hipersensible a la humedad. Estaban solos, pues no pudieron concebir
hijos, y con el tiempo, no es que se resignaron, sino que se resguardaron en
ellos mismos de todas las terapias alternativas e invasivas que fueron
demoliendo sus aspiraciones; y también se resguardaron de la burocracia del estado,
que lenta y muy perezosa le negó la ilusión de poder recibirse de padre y madre
porque ya “eran entrados de edad”.
Bernardo definitivamente era el
jodido en los detalles… cortaba flores de su propio jardín para Dora. A diario
ella se amanecía con una rosa, un clavel o una cala indistintamente en la mesa
de la cocina, en un florero muy delicado. Y cuando no tenía ninguna de estas
flores, bastaba solo con flores silvestres o aromáticas para empezar con mejor
semblante a la mañana. Esta ocasión era especial, y fue un enorme ramo con todas
las flores del jardín, como lo hacía en otras ocasiones especiales. Todas
prolijamente cortadas.
Bernardo dejó de respirar por un instante, prácticamente el mismo tiempo en que Dora lo hacía. Se iba su vida en
el mismo segundo que su vida (Dora) se le
estaba marchitando. Es verdad lo que dice la gente: “con cada muerte morimos
también un poco cada uno”. Un poco o una gran parte de nuestra existencia desaparece
cuando el otro se nos va. Bernardo sentía cómo su vida se le iba en cada latido; y con cada latido, un recuerdo de
su vida junto a Dora se iba diluyendo también.
El silencio que quedó en la casa en las mañanas, en los mates de la tarde, en el arreglo del jardín, fue
consumiendo lo que quedaba de su vida. Ya no había en quién apoyarse al caminar
para salir a hacer las compras, ni comentarios u opiniones de cómo quedaría un
arreglo nuevo o una planta nueva en el jardín.
Si. Quedaba el silencio que
gritaba a viva voz la ausencia de vida, la ausencia de historia, la ausencia
del ser, la ausencia del compañero. Ese silencio fue matando de una forma
totalmente impune al que quedaba. No fueron las palabras no dichas, no fue el
sentimiento de extrañeza, no fue la soledad, sino el silencio perpetuo de los
espacios antes compartidos fue lo que terminó con la vida de Bernardo.
Más que un relato de cómo va
consumiendo la soledad a una persona, es un relato de cómo una persona se
entregó para acompañar en la muerte a su compañera. Él había cortado todas las
flores del jardín por esta ocasión especial, la despedida de Dora. Ella toda
tiesa y firme en su refugio final construido por las mismas manos que le
acariciaban por última vez. Él le acomodaba el cabello, que aunque sin vida ya,
le seguía dando dolores de cabeza. Le acomodaba la blusa porque su cuello no
debía desentonar. Bernardo acariciaba el rostro suave y frío de Dora en su
sueño profundo con sus manos ásperas. Sus dedos recordaban, en cada centímetro
que iban acariciando, todas las caricias juntas que habían dado a lo largo de
los años junto a su compañera; y a su vez, empezaba a extrañar las caricia que
ellos mismos no darían más. Nació entonces un anhelo de reencuentro, con el
deseo también de que sea pronto.
La muerte los separó físicamente aunque creo que ambos murieron el mismo día, el momento de Bernardo fue unos años más
tarde. Mientras tanto, la tumba de Dora amanecía todos los días con una flor
diferente, en un florero muy delicado y prolijamente acomodado.
01/03/2018
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