Aquel año
había sido muy duro para mi economía doméstica. En ocho meses me había mudado
de departamento en tres ocasiones por el elevado el importe de los alquileres;
y de un departamento muy cómodo cercano a la zona céntrica, tuve que mudarme a
un barrio más alejado de casas bajas, se notaba a la vista que muchos de los
vecinos habían modificado sus viejas “casas chorizo” en un inmueble de muchos
mono ambientes. La línea “D” del tren tenía su estación en la entrada del
barrio y de ahí, debía caminar unas ocho cuadras para llegar al nuevo
departamento.
Era un
lugar tranquilo. La mayoría de los alquileres estaban destinados a estudiantes
universitarios, pues este barrio se encontraba cercano a la ciudad
universitaria y también era uno de los más económicos en precios de alquiler.
Había bares oscuros por todos lados; lugares propicios para espíritus nocturnos
o sonámbulos y para almas bohemias que buscaban un refugio en la oscuridad.
Me había
graduado hace pocos meses en una Licenciatura en Matemáticas, sin embargo a
pesar de que lo mío siempre fueron los números, mi materia pendiente era
relacionarme con los demás. Hasta mi gata Carmela se escapaba cuando nuestra
convivencia se torna insoportable; luego de un par de horas, a veces días, volvía
a lo cotidiano de soportarme.
Una noche
mis ex compañeros de estudio decidieron “sacarme” de mi refugio. Ellos mucho
más habidos que yo en cuestión de las salidas, me llevaron a un bar cercano a
la estación del barrio. En realidad, la condición para que pueda abandonar mi
estado de confort en el sillón de mi casa con mis libros era que no tenga que
tomarme ningún tren, sino que ellos vinieran para mi zona. Con los muchachos
brindábamos por temas pendientes: mi reciente logro facultativo; por la
mudanza; por los amoríos de ellos; porque a Cristian y a Luis le quedaba muy
poco también para recibirse; por el nuevo trabajo de uno; por la beca
conseguida de mi parte para avanzar con una investigación de doctorado. Ya
entrada la madrugada y la cantidad de “copas”, brindábamos hasta por los autos
que pasaban por la calle, por suerte no era una calle muy transitada sino
nuestro estado habría sido más deplorable. Recordamos también a otros
compañeros que habían quedado en el camino; criticamos duramente también a los
amores que nos abandonaron y que actualmente son el amor de otra persona, creyéndonos
ser mejores partidos ahora, envalentonados por la bebida, claro.
Cerca de
las cuatro de la madrugada, comencé a desconocerme y a desconocer a mis
compañeros de bebidas; con mis reflejos bastante disminuidos me levanté, saque
unos billetes del bolsillo y los tiré sobre la mesa y me fui del bar. La
inercia y el peso de mi cuerpo me iban llevando con andar lento y
tambaleantemente hacia mi departamento. Casi como persiguiendo a mi propia
sombra reflejada por la luz de la luna caminaba barrio adentro. Con la certeza
de conocer el camino de regreso, sin explicación alguna, giré en una esquina
cambiando de rumbo. Miraba para todos lados para volver a orientarme y seguía
girando sin sentido, mirando hacia atrás y hacia los costados. De repente, en una
de esas veces que me di vuelta, vi a una mujer arrodillada prácticamente desnuda
en el jardín de una casa.
Ella me
miraba absorta envuelta solo en su piel iluminada de plata y blanco; atontado
por mi mareo atiné solo a quedarme parado contemplando toda la belleza que se
presentaba frente mío, sin entender absolutamente nada. Con la boca seca y mi
lengua pegándose al paladar, logré preguntarle si se encontraba bien; ella
asentó con la cabeza. Al instante y prácticamente si pensar, le pregunté si
sabía dónde quedaba mi casa. Sin apuro, ella levanto su brazo y señalo al sur,
por la misma acera por la que venía caminando; no dijo palabra alguna; se quedó
en silencio en el mismo lugar arrodillada en medio del jardín de su casa, bañándose
de luna con suma tranquilidad; parecía sentirse segura estando detrás la reja
que nos separaba. No recuerdo más de aquella noche, solo que amanecí en el
sillón de mi departamento con Carmela parada en mi pecho pidiéndome que le
diera de comer; era domingo al mediodía y tenía solo comida para mi gata. Días
después, fueron apareciendo de a poco algunos destellos de memoria de lo
ocurrido aquella madrugada, pero una sola imagen se había quedado congelada en
mi cabeza: la mujer desnuda arrodillada en el jardín de una casa.
No
parecía una mujer convencional. Bah! Quiero creer que no lo era, pues, nunca
había visto a otra mujer desnuda en el jardín de una casa. Me había cautivado
su mirada, la postura firme de su cuerpo, su espalada siempre erguida y rígida,
eran detalles inusuales, no recuerdo haberlos visto en otras mujeres. Me había sorprendido
su extrema naturalidad ante mi presencia. Vi, también, delicadeza en aquella
mujer; vi timidez muy a pesar de su desnudez. Vi, por primera vez, a alguien
que de verdad me miraba; sentí también por primera vez en mucho tiempo que no
era una mirada despectiva hacia mí, sino una mirada con ternura. Vi sencillez
en esa mujer. Vi belleza personificada; vi naturalmente la belleza de aquella
mujer arrodillada frente mío; vi la naturalidad de su desnudez. Sentía un deseo
que quería salir de mi interior. Vi con deseo la belleza que tenía esa mujer.
Todo lo pude contemplar después, no en aquella madrugada; solo pude verlo
cuando tomé conciencia de que en mi persona también hay deseo y sentimientos, no
solamente libros y números, muy a pesar de que creía que, últimamente, ellos me
estaban consumiendo.
Esta toma
de conciencia me permitió continuar pensando; en principio creía que todas esas
características que había podido contemplar de aquella mujer, era una
referencialidad hacía mi propia persona, me quería convencer de que en realidad
no había visto a esa mujer desnuda, sino que mi cabeza hacía alguna referencia
a mi mismo sobre las características que iba encontrando de esa mujer. Las
dudas empezaron a explotar como si fuera lava de un volcán: tal vez necesitaba
toparme con esa mujer para poder ver que en mi interior también hay una persona
desnuda; o tal vez necesitaba darme cuenta que mi atención no debía estar tan abocada
solamente a los números; o tal vez que a mi vida le hacía falta una compañía
más humana.
Continuaba
meditando en los viajes en tren de vuelta a casa o cuando caminaba las cuadras
de la estación hasta mi departamento. Ponía música en mis oídos y pensaba que,
transcurrido tiempo de vivir solo recién comenzaba a descubrirme a mí mismo. Cada
vez me abstraía más y más en mis pensamientos. Perecía como que me ausentaba
del mundo sentado en mi butaca del tren. Una tarde, me había dado cuenta que la
formación comenzaba su recorrido nuevamente saliendo de la estación donde debía
bajarme. Me levante a las apuradas aprovechando que su velocidad todavía era
reducida. Con mi mochila a medio cerrar en una mano y mi abrigo en la otra,
salté del vagón aterrizando casi al finalizar el andén y quedando alejado del
acceso principal, salí de la estación por un costado, cosa que me obligó a
cambiar mi ruta diaria.
A medida
que iba entrando hacía el barrio en mi caminata, me detuve un instante en una
esquina para guardar mi abrigo en mi mochila cuando vi (mirando sin querer
mirar) una silueta arrodillada en un jardín. Al enfocar la mirada me asusté de
tal manera que trastabillé sobre mis pasos dando pequeños saltos hacia atrás,
sin hacer pie caí sentado en la vereda. Cuando me levanté, vi la mujer desnuda
de la otra noche, pero no era tal cuál la misma mujer; precisamente no era una
mujer sino una estatua con forma de mujer completamente desnuda arrodillada en
el jardín de una casa. Parado de
frente a la estatua, y contemplándola una y otra vez y en diferentes ángulos
pude reconocer sus facciones con las de aquella madrugada: era ella! De golpe,
sentí una suerte de abrumadora decepción de mí mismo al creer que esa figura de
piedra pudo haber sido real la otra noche.
Ya en
casa, me mofaba de mí mismo y de la borrachera que me había levantado aquella
noche y de mi imaginación al creer que esa estatua estuviera viva y se habría
comunicado conmigo. Más tarde, me hundía en la bronca porque concluía que
efectivamente mi interrelación con los demás era tan deficiente que llegaba a
la necesidad de imaginarme que me comunicaba con una estatua de piedra; en caso
de intentar dialogar con cualquier otra persona, o más precisamente con una
mujer de carne y hueso, habría fracasado rotundamente. Y para finalizar, nuevamente
me sentía decepcionado de mí y de mi realidad solitaria; de tener la compañía
de una mascota que también poco me tolera; que hasta a mi mismo me cuesta
mirarme al espejo y cargar diariamente con mi propio peso. Decepción de haberme
creído correspondido, aunque sea mínimamente por un instante por una preciosa
mujer, que lamentablemente resultó ser una estatua. Concluía que todo esto me
llevaría a una esquizofrénica soledad.
A partir
del descubrimiento de la estatua, decidí cambiar la ruta de vuelta a casa; me desviaría
unas cuadras para poder ver a esa estatua. Mi andar se hizo regular por aquella
vereda. Quería conocer a los dueños de esa casa; quería conocer más detalles de
esta estatua. Me preguntaba quién la había esculpido, cómo había llegado hasta
allí, en quién se habían inspirado, y en otras locuras. Pero no se percibía
movimiento en el interior del domicilio. En ocasiones me quedaba sentado en el
umbral de la verja para merendar en compañía de semejante piedra y no me sentía
tan solo; algunos vecinos pasaban y me miraban despectivamente, como si
estuviera loco. Mirada a la que estaba acostumbrado, claro; y me iba
convenciendo de ello también, que mi locura iba en crecimiento.
Escuchaba
voces y risas algo burlonas de adolecentes que pasaban por la vereda.
Aparentemente, me había quedado dormido en la vereda del jardín de la estatua,
sin embargo tenía algo nublada mi vista y no distinguía bien. Tenía la
percepción de estar en otro lado pero en el mismo lugar, como si la perspectiva
hubiera cambiado. No podía moverme, pero veía que una sombra frente mío se
levantara y me quisiera hablar con las manos. Ya era de noche, una brisa corría
suave y la luna en lo más alto de la oscuridad, alumbraba la vereda. Quise
levantarme pero no podía, estaba arrodillado en el jardín de la casa. La sombra
que no podía distinguir me decía “gracias por escucharme, siempre lo haces,
eres muy lindo para ser una estatua de piedra“.
Comprendí
al fin el por qué la dureza de mi persona y la fantástica imaginación que
tenía; comprendí por qué la gata no era mi mascota, sino que ella solía
visitarme en mi jardín; que las copas no las tomaba yo, sino los jóvenes que
por mi vereda pasaban; comprendí que la mujer desnuda no era la estatua, sino mi
referencia a lo que sería yo en carne y hueso. Finalmente comprendí que la
estatua siempre había sido yo y que en el afán de escaparme de mi destino de
piedra, imaginaba otra realidad, donde los números eran lo mío.
05/08/2018
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